martes, 28 de octubre de 2025

HISTORIA SOCIAL DE LOS MASONES EN COLOMBIA (S. XIX AL XXI)

Por Iván Herrera Michel
                
La historia de la Masonería en Colombia suele contarse con listas de Logias, miembros, fechas y decretos, pero si se mira desde abajo, la cosa cambia de textura. Lo que aparece ya no son solo Grandes Maestros, Presidentes de la república, Ministros de Estado, congresistas, importantes empresarios, actas, correspondencias y discursos.
                 
Lo que emerge son hombres y, más tarde, mujeres de carne y hueso, que participan en la construcción histórica, con ocupaciones concretas, familias que los acompañan, prejuicios sociales, tensiones políticas locales y aspiraciones de movilidad social, y ese giro de mirada permite superar, al menos en parte, el pasivo historiográfico, demasiado tiempo limitado a cronologías institucionales y nombres ilustres, sin atender a la trama social y cultural de quienes sostienen, semana a semana, la vida Logial, que ha hecho que la Masonería se estudie más por prejuicio político o religioso que por su vida social real
                
Se han hecho intentos para mostrar la experiencia de la Masonería en Colombia, pero aún falta una investigación sistemática que permita comprender las ocupaciones, las redes de sociabilidad y las formas de pensar de los Masones de a pie en el país, desde el siglo XIX hasta el XXI. La investigación podría liderarla un grupo combinado de historia social y cultural con herramientas de la sociología de redes y la cultura, y su aporte sería decisivo para enriquecer la memoria histórica nacional y superar los mitos que aún rodean la presencia Masónica en nuestra sociedad. En este punto siguen siendo útiles, aunque con las precauciones necesarias, las compilaciones de Américo Carnicelli que, como he señalado en varias ocasiones, requieren contextualizarse con fuentes regionales y prensa local para cobrar verdadero sentido, porque sirven de inventario, aunque más de una vez hay que leerlo con pinzas.
                    
En lo que respecta al siglo XIX, trabajos académicos, como los de Gilberto Loaiza Cano y Mario Arango Jaramillo, recopilaciones nacionales como la de Américo Carnicelli, recuentos locales de aquí y allá, además de una que otra tesis y monografías universitarias, permiten dibujar un cuadro social más afinado, desmontar algunos mitos y reconocer que en las Logias se jugaban procesos muy parecidos a los que se vivían en los cafés, sociedades literarias o clubes cívicos, que eran lugares de conversación, de apoyo mutuo y de construcción de reputación.
                   
Tras la prohibición de las sociedades secretas en 1828, la Masonería reapareció organizada en 1833 en Cartagena, Santa Marta y Riohacha, y poco a poco se extendió a puertos y villas comerciales donde circulaban mercancías, periódicos y rumores. Allí se reunían comerciantes con almacén, abogados de juzgado, artesanos calificados que sabían leer, veteranos de guerra con heridas a cuestas y algún cura que prefería el aire liberal. Sus perfiles encajan con la noción de “élites intermedias” urbanas que usaron la Logia como espacio de capital relacional y movilidad política y reputacional.
                 
En el caso del Caribe, la pertenencia común al catolicismo y a la Logia no se vivió como contradicción, sino como trasfondo cultural compartido que daba a la sociabilidad Masónica un aire familiar y cotidiano. De hecho, era común encontrar Masones que eran padrinos en bautizos, mayordomos de cofradías, o devotos de festividades patronales al mismo tiempo que asistían a Tenidas. La vida Logial se integraba así a un calendario litúrgico que se respetaba, a funerales que se hacían con misa y procesión, y a hogares en los que se rezaba el rosario con naturalidad. En contraste, en el altiplano central la Masonería tendía a radicalizarse en clave laica y liberal, lo que la llevó a choques más directos con la Regeneración y con la influencia clerical. Esa diferencia regional marcó no solo las filiaciones políticas, sino también los estilos de vida Logial, y la Masonería adoptó, según la región, rasgos de convivencia flexible o de enfrentamiento, reproduciendo en clave local la pluralidad global de la institución.
                       
En las Logias se negociaba la convivencia entre facciones políticas, se organizaban funerales solemnes para dar respetabilidad a la causa, o se planeaba una escuela nocturna para hijos de artesanos. Allí se tejían pequeñas historias de ascenso. El maestro de escuela encontraba respaldo para ocupar una rectoría. El comerciante ampliaba su red de contactos. El joven abogado conseguía la notaría. Nada de alquimias, chacras, mantras, adivinaciones con el Tarot, ni creencias que compitieran con las cristianas, sino simples estrategias de vida, tan comunes como necesarias.
                       
El peso de lo cotidiano se hacía evidente en las lecturas en voz alta, en los ágapes en los cuales se servía lo que permitiera la tesorería de cada Logia o la donación de alguien, y en los viajes en caballo o en canoa para asistir a una Tenida en otra población. Todo ese trasfondo doméstico y material acompañaba el simbolismo y le daba un sentido práctico. Las familias también estaban presentes, aunque de manera marginal, y las esposas y las hijas participaban en obras de beneficencia o en círculos literarios, y daban legitimidad pública a los matrimonios y a los linajes.
                   
Por su lado, la primera mitad del siglo XX consolidó esta tendencia a la par de que vivió la creación de Grandes Logias masculinas (en orden de fundación: Barranquilla, Cartagena, Bogotá, Cali, Cúcuta, Bucaramanga y Santa Marta), reorganizó el panorama institucional, y en la vida cotidiana de las Logias lo que se veía mayormente eran médicos, ingenieros, empleados públicos y comerciantes medianos que acudían con discreción a las Tenidas. Las becas, las bibliotecas y los socorros mutuos daban sentido a una práctica que se mantenía de puertas hacia adentro, mientras en el exterior la prensa conservadora y clerical insistía en hablar de conspiraciones, y lo que existía era una red de clases medias urbanas que encontraban en la Masonería un modo de afirmarse, de educar a sus hijos y de abrirse camino en la vida profesional.
                    
El siglo estuvo marcado inicialmente por la discreción y la violencia política y social entre el partido Liberal y el Conservador. Los templos seguían abiertos, pero sus miembros sabían que no era tiempo de exhibiciones. Abogados de provincia, médicos de hospital, docentes universitarios y funcionarios medianos continuaban con los rituales, pero la vida familiar y laboral pesaba tanto como la Masónica. Y en silencio se fue gestando la incorporación de las mujeres, que finalmente llegó en la primera década del siglo XXI, en medio de agrios debates y expulsiones de quienes impulsaban la iniciativa.
                       
Para una institución con dos siglos de férrea masculinidad, aquello fue un auténtico terremoto, que significaba que la Masonería dejaba de ser un asunto exclusivo de hombres y que las familias empezaban a compartir calendarios, filantropías y símbolos, lo que transformó rutinas, cuestionó inercias y permitió que lo Masónico en algunas Grandes Logias dejara de ser un secreto de hombres para convertirse en experiencia compartida.
                                
En el siglo XXI, la Masonería en Colombia está hecha de abogadas que trabajan en oficinas públicas, ingenieros que alternan la Logia con proyectos de construcción, profesoras universitarias que llevan símbolos a la reflexión pedagógica, pequeños empresarios que encuentran allí redes de apoyo, y familias que reparten el tiempo entre los rituales y las obligaciones del hogar. Sus condiciones de vida son las de una clase media urbana con estudios superiores, ingresos estables y participación cívica. Y, sin embargo, siguen repitiendo la vieja constante de usar la Logia como un espacio de sociabilidad, de movilidad y de identidad, y, como se desprende del trabajo de Mario Arango Jaramillo, ahí se reflejan no solo las grandes políticas, sino también las vidas corrientes que sostienen al país, con la particularidad de un consumo cultural superior al promedio.
                    
En el XIX, el Masón típico pertenecía a las minorías letradas urbanas, y en el XX tardío y XXI, predomina el profesional de clase media con estudios superiores. Del abogado / médico / comerciante decimonónico se pasó a un mosaico de profesionales universitarios, y en ambas etapas, la Logia ha operado como dispositivo de confianza y recomendación, que funcionó como un “ascensor reputacional” para élites intermedias liberales en el siglo XIX, como estabilizador de clase media profesional en el institucionalizado siglo XX y en el XXI se pluralizó. En realidad, no ha sido un mecanismo mágico de ascenso, pero sí un cuerpo prismático con efectos acumulativos.
                    
Mirada desde arriba, la Masonería colombiana parece una sucesión de fundaciones y fechas, y mirada desde abajo, aparece como un laboratorio de modernidad cotidiana donde se cruzan la lectura de medios, la búsqueda de contactos, y el deseo de reconocimiento, no siendo la historia de una conspiración ni la de una rareza, sino la de vidas comunes que encontraron en el templo un lugar para afirmarse frente a los retos de cada época, y a veces de (también hay que decirlo) satisfacer el ego.
                   
La Masonería, vista así, es apenas un espejo de vidas comunes que, generación tras generación, se han empeñado en mantenerla viva, y se puede decir que ha funcionado como un laboratorio de modernidad cotidiana, un dispositivo de confianza que articula capital social, reputación y movilidad, además de ser un escenario en donde las clases medias colombianas han ensayado formas de ciudadanía, han administrado tensiones políticas y religiosas, y han mantenido una particular forma de ayuda mutua.
                 
Más que un misterio reservado a Iniciados, la Masonería ha sido en Colombia una tecnología social de cohesión, y un lenguaje ritual y simbólico que permitió a grupos heterogéneos de Masones de a pie reconocerse entre sí, proyectarse hacia la esfera pública y sostener aspiraciones de movilidad.
                                                      
Y en esa insistencia, con sus luces y sus contrastes, puede que esté el verdadero secreto de su éxito en el tiempo, porque sus presidentes, ministros y congresistas poco han hecho por ella. 

También hay que decirlo.
                  
                  
                   

                         

                   

                        

viernes, 17 de octubre de 2025

150 AÑOS DEL CONVENTO DE LAUSANA QUE REDEFINIÓ EL REAA

Por Iván Herrera Michel
                   
Águila Bicéfala diseñada en Lausana en 1875
En este año de conmemoraciones en el que el mundo Masónico recuerda los ciento cincuenta años del Convento de Lausana, conviene entender que no se trata de un simple aniversario sino de un reencuentro con el momento en que el Rito Escocés Antiguo y Aceptado (REAA) se miró con honestidad en su propio espejo y decidió preguntarse quién era y hacia dónde iba, porque en aquellas dos semanas de septiembre de 1875 se discutió con serenidad lo que aún seguimos debatiendo entre columnas, que es si la fe y la razón pueden convivir bajo un mismo techo, si la tradición puede renovarse sin perder su alma y si la unidad puede existir sin uniformidad. Los actos conmemorativos de los que me llegan noticias en Europa, América y África evocan una semilla viva que sigue dando frutos en cada Jurisdicción del REAA femenino, mixto o masculino, en donde el pensamiento libre intenta sostenerse sobre la fraternidad y el respeto.
                          
Durante dieciséis días de aquel septiembre helvético, once Supremos Consejos se reunieron bajo la presidencia del suizo Jules Besançon, cuya mesura encarnó el tono que la reunión necesitaba, y entre las paredes sobrias del local elegido se discutieron las bases normativas y filosóficas del REAA con una seriedad que hoy sorprende por su rigor documental y su altura moral. De esas sesiones nacieron decisiones prudentes y valientes a la vez, pues se revisaron las llamadas Grandes Constituciones de 1786 atribuidas a Federico II de Prusia y se reconoció, con sentido histórico, que su origen era más legendario que real, aunque su autoridad jurídica se había consolidado por el consenso de casi un siglo. En lugar de derogar el texto se le revisó con cuidado, se corrigieron las obviedades del tiempo, y se lo ratificó “en cuanto no se opusiera” a los principios aprobados en Lausana. Ese gesto de equilibrio salvó la continuidad del Rito, y dejó como lección que la tradición se defiende mejor cuando se le entiende y no cuando se le idolatra.
                       
El punto que incendió los debates fue el primer artículo de la Declaración de Principios redactada por una comisión presidida por Adolphe Crémieux y revisada por el Barón Tassin, en donde se afirmaba que “la Francmasonería proclama la existencia de un Principio Creador bajo el nombre de Gran Arquitecto del Universo”. Aquella frase, pensada para unir, terminó marcando una frontera entre quienes veían en ella la más alta expresión de la espiritualidad y quienes creyeron que abría la puerta a la ambigüedad filosófica. El delegado escocés William T. S. Mitchell consideró que el texto debilitaba la noción de un Dios personal y abandonó la asamblea antes de la clausura, mientras que Inglaterra optó por permanecer y firmar, interpretando que la fórmula preservaba lo esencial. En esa divergencia se plantó la semilla de tres interpretaciones que aún hoy dividen, enriquecen y definen a la Masonería practicante del REAA en el mundo entero.
                       
A partir de entonces el Convento de Lausana fue leído desde tres miradas distintas que corresponden a los tres grandes grupos históricos que hoy lideran el conjunto de Supremos Consejos del planeta y que, de algún modo, continúan dialogando a través de la distancia histórica. La Jurisdicción Sur de los Estados Unidos, heredera de Albert Pike, entendió Lausana como un exceso de racionalismo y un riesgo de relativismo doctrinal, y por eso conservó con firmeza su defensa del carácter teísta del Rito como columna vertebral. A su vez el Supremo Consejo de Francia, guardián de los documentos originales y artífice de una interpretación humanista, vio en Lausana una afirmación luminosa de la libertad de conciencia, y sostuvo que la fórmula del “Principio Creador” no era una concesión al deísmo sino una expresión de respeto a la diversidad espiritual. Y por su lado, el Supremo Consejo del Gran Oriente de Francia, con su acento laico y adogmático, leyó el mismo texto como un intento que no llegó al fondo del problema, celebró su apertura, pero lamentó que no se hubiera dado el paso definitivo hacia la emancipación plena de toda referencia teológica. Entre esas tres miradas se dibuja el triángulo que aún sostiene al REAA contemporáneo, porque ninguna de las tres puede entenderse sin las otras.
                        
Con el paso del tiempo las discusiones del Convento se transformaron en una brújula que todavía orienta los debates actuales, y la prueba más clara es que ningún Supremo Consejo, “regular”, "tradicional" o “liberal”, puede explicarse hoy sin recurrir directa o indirectamente a Lausana y a las reflexiones que de él se desprendieron. Allí se discutió la relación entre historia y mito, entre fe y razón, entre autonomía y confederación, y de ese crisol surgió la conciencia moderna del REAA. Lausana no dio uniformidad, dio método, y ese método ha sido la piedra angular de las reformas, de las disidencias y también de las reconciliaciones que jalonaron la historia posterior. No se puede entender el Rito Escocés Antiguo y Aceptado sin ese espejo suizo, porque fue allí donde el Rito dejó de ser solo un conjunto de Grados y se convirtió en una ética del pensamiento, un equilibrio entre tradición y lucidez crítica.
                       
En realidad, la resonancia de Lausana fue mucho más amplia que la de sus muros y actas, porque las ondas de aquel debate llegaron también a América y se mezclaron con el trabajo de nuestras propias Logias, desde la Patagonia hasta el Rio Grande y el Caribe, en donde el Rito fue aprendiendo a pronunciarse con acento americano sin renunciar a su raíz de Europa occidental. Tal vez por eso los latinoamericanos solemos leer Lausana no como un museo de fórmulas, sino como una lección viva sobre cómo conciliar razón y emoción, tradición y cambio, espíritu y ciudadanía. Esas resonancias, que todavía vibran en las Columnas de cada Oriente de la región, recuerdan que la universalidad de la Masonería se mide mejor por su capacidad de traducirse que por su pretensión de uniformidad.
                        
A ciento cincuenta años de aquella reunión, lo que hoy se conmemora no es un acto administrativo del pasado sino una lección de estilo. Lausana enseñó que los desacuerdos no destruyen si se sostienen con respeto, que la diversidad no fragmenta cuando se apoya en principios, y que la Masonería solo puede sobrevivir cuando sabe pensar sin miedo y creer sin imposición. Al recordar a los hombres que firmaron el 22 de septiembre de 1875, no los honramos por haber resuelto todos los dilemas sino por haberlos planteado con nobleza. El verdadero homenaje no se celebra con discursos sino con prácticas, y el mejor modo de conmemorar el Convento de Lausana es replicar su método en nuestro tiempo, de debatir sin desdén, construir sin exclusión y buscar sin arrogancia.
                       
Al cerrar este ciclo conmemorativo observo que el espejo de Lausana sigue ahí, devolviendo no una imagen fija sino el reflejo cambiante de lo que somos y de lo que aún debemos atrevernos a ser. A veces creo que el mayor legado de 1875 no fue su Declaración de Principios, sino la actitud de quienes se reunieron a debatir sin miedo, con la serenidad de quien sabe que la verdad no se conquista, sino que se cultiva. El Convento de Lausana permanece abierto cada vez que un Masón pronuncia una palabra para pensar y no para imponer su pensamiento, y en ese acto discreto y luminoso está el verdadero homenaje a quienes, hace ciento cincuenta años, tuvieron el valor de discutir el presente y el futuro del REAA con la misma dignidad con que otros se limitan a repetir el pasado.
            
Porque una Orden que olvida su capacidad de disentir con decoro termina convirtiéndose en la estructura sin pensamiento propio que prometió transformar.
                        

                         

jueves, 9 de octubre de 2025

ENTRE EL MITO TEMPLARIO Y LA CLARIDAD DE LA HISTORIA

Por Iván Herrera Michel
           
En nuestras Logias y charlas de ágapes entre Hermanos y Hermanas vuelve recurrentemente la misma pregunta de si los Masones somos herederos secretos de los templarios. A veces lo preguntan los mismos con cierto orgullo, como si ese falso linaje monacal caballeresco fuera lo que le ha dado brillo a la Orden, y debo confesar sin rodeos que, cada vez que escucho esa historia siento que nos aparta de lo que de verdad importa de la raíz histórica, lo verdaderamente iniciático de la Masonería y el deber ser del Masón y la Masona, que es lo que se soporta con nombres y documentos verificables que nadie puede inventar.
                      
Por eso recibo con alegría la noticia del nuevo libro "El mito templario y los orígenes de la Masonería", de Raúl Renowitzky Comas, publicado por la Editorial Kier, que vuelve a demostrar su buen ojo para ofrecer títulos que marcan agenda en el debate Masónico y cultural. Conozco personalmente las conferencias y los escritos del autor y sé que tiene la virtud de aclarar sin pontificar, desmontar sin herir y de devolver serenidad allí donde otros prefieren el ruido, de tal manera, que solo espero de las páginas del libro un mapa claro y sin fantasías ni delirios de nuestro tránsito, desde aquellos gremios medievales y las pragmáticas de Schaw, pasando por Anderson, hasta ese Big Bang que dio inicio a la globalización y a la glocalización de la Masonería especulativa.
                    
Un libro de historia documentada más que un lujo erudito, es la llave que nos permite comprender el presente sin naufragar en el mito y mantener el hilo invisible que une una generación con las que le precedieron. Lo valioso de la obra de Renowitzky Comas es que pone en su lugar el mito templario, y que lo haga con elegancia y rigor, recordándonos que la historia real siempre supera a la ficción. En medio de tanta retórica ligera y seudoesoterismos de ocasión, un libro de este estilo devuelve dignidad al debate y nos recuerda que nuestra fuerza está en la piedra trabajada, la palabra compartida y la fraternidad practicada, no en burbujas de caballerías de novela.
                       
Lo espero con entusiasmo porque sé que me dará nuevas claves para pensar la Masonería real. Es decir, la que necesita menos espadas y más lucidez, menos genealogías inventadas y más responsabilidades con el presente. Sospecho que abrirlo será como escuchar a alguien que te habla con la verdad sin maquillaje. Leerlo, presiento, que será también como un acto iniciático.
             
Al final, uno no abandona un mito sin más, sino que entra en la claridad de la historia. Y esa claridad, como la del Caribe que no conoce de sombras duraderas, es la misma que mantiene viva la Masonería que quiero seguir practicando.
          
Celebro además que haya sido publicado por la Editorial Kier, que en tantas ocasiones ha sabido poner en circulación libros que terminan convirtiéndose en imprescindibles en nuestras bibliotecas. Y por último, agradezco este que, con elegante bisturí, nos recuerda que la Masonería no necesita de templarios para brillar, sino de Masones dispuestos a pensar con la frente despejada.
                      

Gracias, Q:. H:. Raúl, por darnos este bisturí para cortar mitos sin anestesia.