Por Iván Herrera Michel
La historia de la Masonería en Colombia
suele contarse con listas de Logias, miembros, fechas y decretos, pero si se
mira desde abajo, la cosa cambia de textura. Lo que aparece ya no son solo
Grandes Maestros, Presidentes de la república, Ministros de Estado, congresistas,
importantes empresarios, actas, correspondencias y discursos.
Lo que emerge son hombres y, más tarde,
mujeres de carne y hueso, que participan en la construcción histórica, con
ocupaciones concretas, familias que los acompañan, prejuicios sociales, tensiones
políticas locales y aspiraciones de movilidad social, y ese giro de mirada permite
superar, al menos en parte, el pasivo historiográfico, demasiado tiempo
limitado a cronologías institucionales y nombres ilustres, sin atender a la
trama social y cultural de quienes sostienen, semana a semana, la vida Logial,
que ha hecho que la Masonería se estudie más por prejuicio político o religioso
que por su vida social real
Se han hecho intentos para mostrar la
experiencia de la Masonería en Colombia, pero aún falta una investigación
sistemática que permita comprender las ocupaciones, las redes de sociabilidad y
las formas de pensar de los Masones de a pie en el país, desde el siglo XIX
hasta el XXI. La investigación podría liderarla un grupo combinado de historia
social y cultural con herramientas de la sociología de redes y la cultura, y su
aporte sería decisivo para enriquecer la memoria histórica nacional y superar
los mitos que aún rodean la presencia Masónica en nuestra sociedad. En este punto siguen siendo útiles,
aunque con las precauciones necesarias, las compilaciones de Américo Carnicelli
que, como he señalado en varias ocasiones, requieren contextualizarse con
fuentes regionales y prensa local para cobrar verdadero sentido, porque sirven
de inventario, aunque más de una vez hay que leerlo con pinzas.
En lo que respecta al siglo XIX,
trabajos académicos, como los de Gilberto Loaiza Cano y Mario Arango Jaramillo,
recopilaciones nacionales como la de Américo Carnicelli, recuentos locales de
aquí y allá, además de una que otra tesis y monografías universitarias, permiten
dibujar un cuadro social más afinado, desmontar algunos mitos y reconocer que
en las Logias se jugaban procesos muy parecidos a los que se vivían en los cafés,
sociedades literarias o clubes cívicos, que eran lugares de conversación, de
apoyo mutuo y de construcción de reputación.
Tras la prohibición de las sociedades
secretas en 1828, la Masonería reapareció organizada en 1833 en Cartagena,
Santa Marta y Riohacha, y poco a poco se extendió a puertos y villas
comerciales donde circulaban mercancías, periódicos y rumores. Allí se reunían
comerciantes con almacén, abogados de juzgado, artesanos calificados que sabían
leer, veteranos de guerra con heridas a cuestas y algún cura que prefería el
aire liberal. Sus perfiles encajan con la noción de “élites intermedias”
urbanas que usaron la Logia como espacio de capital relacional y movilidad
política y reputacional.
En el caso del Caribe, la pertenencia
común al catolicismo y a la Logia no se vivió como contradicción, sino como
trasfondo cultural compartido que daba a la sociabilidad Masónica un aire
familiar y cotidiano. De hecho, era común encontrar Masones que eran padrinos
en bautizos, mayordomos de cofradías, o devotos de festividades patronales al
mismo tiempo que asistían a Tenidas. La
vida Logial se integraba así a un calendario litúrgico que se respetaba, a
funerales que se hacían con misa y procesión, y a hogares en los que se rezaba
el rosario con naturalidad. En contraste, en el altiplano central la Masonería
tendía a radicalizarse en clave laica y liberal, lo que la llevó a choques más
directos con la Regeneración y con la influencia clerical. Esa diferencia
regional marcó no solo las filiaciones políticas, sino también los estilos de
vida Logial, y la Masonería adoptó, según la región, rasgos de convivencia
flexible o de enfrentamiento, reproduciendo en clave local la pluralidad global
de la institución.
En las Logias se negociaba la
convivencia entre facciones políticas, se organizaban funerales solemnes para
dar respetabilidad a la causa, o se planeaba una escuela nocturna para hijos de
artesanos. Allí se tejían pequeñas historias de ascenso. El maestro de escuela
encontraba respaldo para ocupar una rectoría. El comerciante ampliaba su red de
contactos. El joven abogado conseguía la notaría. Nada de alquimias, chacras,
mantras, adivinaciones con el Tarot, ni creencias que compitieran con las
cristianas, sino simples estrategias de vida, tan comunes como necesarias.
El peso de lo cotidiano se hacía
evidente en las lecturas en voz alta, en los ágapes en los cuales se servía lo que permitiera
la tesorería de cada Logia o la donación de alguien, y en los viajes en caballo
o en canoa para asistir a una Tenida en otra población. Todo ese trasfondo
doméstico y material acompañaba el simbolismo y le daba un sentido práctico. Las
familias también estaban presentes, aunque de manera marginal, y las esposas y
las hijas participaban en obras de beneficencia o en círculos literarios, y
daban legitimidad pública a los matrimonios y a los linajes.
Por su lado, la primera mitad del siglo
XX consolidó esta tendencia a la par de que vivió la creación de Grandes Logias
masculinas (en orden de fundación: Barranquilla, Cartagena, Bogotá, Cali,
Cúcuta, Bucaramanga y Santa Marta), reorganizó el panorama institucional, y en
la vida cotidiana de las Logias lo que se veía mayormente eran médicos,
ingenieros, empleados públicos y comerciantes medianos que acudían con
discreción a las Tenidas. Las becas, las bibliotecas y los socorros mutuos
daban sentido a una práctica que se mantenía de puertas hacia adentro, mientras
en el exterior la prensa conservadora y clerical insistía en hablar de
conspiraciones, y lo que existía era una red de clases medias urbanas que
encontraban en la Masonería un modo de afirmarse, de educar a sus hijos y de
abrirse camino en la vida profesional.
El siglo estuvo marcado inicialmente por
la discreción y la violencia política y social entre el partido Liberal y el
Conservador. Los templos seguían abiertos, pero sus miembros sabían que no era
tiempo de exhibiciones. Abogados de provincia, médicos de hospital, docentes
universitarios y funcionarios medianos continuaban con los rituales, pero la
vida familiar y laboral pesaba tanto como la Masónica. Y en silencio se fue
gestando la incorporación de las mujeres, que finalmente llegó en la primera
década del siglo XXI, en medio de agrios debates y expulsiones de quienes
impulsaban la iniciativa.
Para una institución con dos siglos de
férrea masculinidad, aquello fue un auténtico terremoto, que significaba que la
Masonería dejaba de ser un asunto exclusivo de hombres y que las familias
empezaban a compartir calendarios, filantropías y símbolos, lo que transformó
rutinas, cuestionó inercias y permitió que lo Masónico en algunas
Grandes Logias dejara de ser un secreto de hombres para convertirse en
experiencia compartida.
En el siglo XXI, la Masonería en
Colombia está hecha de abogadas que trabajan en oficinas públicas, ingenieros
que alternan la Logia con proyectos de construcción, profesoras
universitarias que llevan símbolos a la reflexión pedagógica, pequeños
empresarios que encuentran allí redes de apoyo, y familias que reparten el tiempo
entre los rituales y las obligaciones del hogar. Sus condiciones de vida son
las de una clase media urbana con estudios superiores, ingresos estables y
participación cívica. Y, sin embargo, siguen repitiendo la vieja constante de
usar la Logia como un espacio de sociabilidad, de movilidad y de identidad, y, como
se desprende del trabajo de Mario Arango Jaramillo, ahí se reflejan no solo las
grandes políticas, sino también las vidas corrientes que sostienen al país, con
la particularidad de un consumo cultural superior al promedio.
En el XIX, el Masón típico pertenecía a
las minorías letradas urbanas, y en el XX tardío y XXI, predomina el
profesional de clase media con estudios superiores. Del abogado / médico / comerciante
decimonónico se pasó a un mosaico de profesionales universitarios, y en ambas
etapas, la Logia ha operado como dispositivo de confianza y recomendación, que
funcionó como un “ascensor reputacional” para élites intermedias liberales en
el siglo XIX, como estabilizador de clase media profesional en el institucionalizado
siglo XX y en el XXI se pluralizó. En realidad, no ha sido un mecanismo mágico
de ascenso, pero sí un cuerpo prismático con efectos acumulativos.
Mirada desde arriba, la Masonería
colombiana parece una sucesión de fundaciones y fechas, y mirada desde abajo,
aparece como un laboratorio de modernidad cotidiana donde se cruzan la lectura
de medios, la búsqueda de contactos, y el deseo de
reconocimiento, no siendo la historia de una conspiración ni la de una rareza,
sino la de vidas comunes que encontraron en el templo un lugar para afirmarse
frente a los retos de cada época, y a veces de (también hay que decirlo)
satisfacer el ego.
La Masonería, vista así, es apenas un
espejo de vidas comunes que, generación tras generación, se han empeñado en
mantenerla viva, y se puede decir que ha funcionado como un laboratorio de
modernidad cotidiana, un dispositivo de confianza que articula capital social,
reputación y movilidad, además de ser un escenario en donde las clases medias
colombianas han ensayado formas de ciudadanía, han administrado tensiones
políticas y religiosas, y han mantenido una particular forma de ayuda mutua.
Más que un misterio reservado a Iniciados,
la Masonería ha sido en Colombia una tecnología social de cohesión, y un
lenguaje ritual y simbólico que permitió a grupos heterogéneos de Masones de a
pie reconocerse entre sí, proyectarse hacia la esfera pública y sostener
aspiraciones de movilidad.
Y en esa insistencia, con sus luces y
sus contrastes, puede que esté el verdadero secreto de su éxito en el tiempo, porque sus presidentes, ministros y congresistas poco han hecho por ella.
También hay que decirlo.