Por: Iván Herrera Michel
.
.
En toda Iniciación Masónica, en medio del pasaje por el cuarto de reflexiones, las pruebas alegóricas y el tránsito de la oscuridad a la luz, se suele despojar temporalmente al recipiendario de las joyas y dineros que porta, para resaltar que a los Masones no les importa ni las riquezas ni los títulos que trae, sino una vida digna al servicio de sus semejantes. A esos valores sociales, se les denominan “metales” en la literatura Masónica.
Con esta práctica, la Masonería desde un principio hace pedagogía en el sentido de que el apego a los bienes e intereses personales son los principales obstáculos para el ejercicio de una fraternidad concebida bajo el signo de la igualdad, en el entendido de que no son los objetos materiales ni las prebendas de la sociedad civil, lo que impide labrar a la perfección la propia piedra bruta sino la adhesión a ellos, lo cual es una de las primeras aristas a pulir en la formación constructiva de sí mismo.
De igual manera, simbolizan esos metales y joyas aquellos motivos de especial oropel, orgullo, engreimiento y vanidad, así como la falsa fachada de oro que cubre la sensación de un yo sin valor intrínsico.
No simbolizan los “metales”, para quien hace ostentación de ellos, el arrobamiento narcisista hacia sí mismo, sino la ilusión permanente de que otros lo deben admirar por su tenencia.
De hecho, vemos con alguna frecuencia como a algunos Masones los Grados recibidos, las dignidades alcanzadas, la mayor permanencia en los Talleres, las responsabilidades delegadas, las distinciones recibidas, etc., suelen inducirles actitudes arrogantes que exageran su propia importancia y rol dentro de la Orden, en detrimento del clima fraternal, posando de contar con una moral superior, gozar del derecho de ser el juez de otro o el guardián de su deber ser.
Pareciera que estos Masones van adquiriendo estos “metales Masónicos” a medida que avanzan en la estructura gradual o administrativa de la Orden, o en los favores de sus superiores jerárquicos. Lo cual, riñe a todas luces con la verdadera instrucción Masónica, que desde el principio proscribe los “metales” en su seno, sea cual sea su naturaleza.
Normalmente estos Masones, en los debates, intentarán situarse por encima de los otros. Para ello, echarán mano al Grado Masónico, el cargo ejercido, la antigüedad, etc., reforzando su altivez con el tono de la voz, la intimidación verbal, la expresión corporal, etc., cuando no con la burla y la ironía.
Una buena forma para identificar a los Masones que poseen “metales” es fijándonos en el recargado exhibicionismo de sus títulos y en la exagerada importancia que se dan a sí mismos. Además de la forma impúdica como varían sus discursos al son de sus intereses.
Lo delicado para una Gran Logia, cuando un Masón de esta naturaleza accede a una posición sobresaliente, es que suele dedicarse a incentivar en otros la admiración por los “metales Masónicos”, o incluso el tráfico de ellos, para apalancar su propia prominencia.
Contrario a lo anterior, para un Masón que ha asimilado el contenido doctrinal de la Masonería cada Grado recibido, dignidad alcanzada, mayor permanencia en los Talleres, responsabilidad delegada, etc., lejos de constituir un vistoso oropel son oportunidades sinceras para el servicio humilde y desinteresado.
Es una arista de nuestra Piedra Bruta, que atañe pulir en nuestro transito por el Primer Grado simbólico, bajo la óptica humilde de nuestra eterna condición de aprendices. Un buen Vigilante, debe inculcar a sus obreros la coherencia, la sensatez y el control del ego para no cacarear sus obras, como aptitud de vida y condición para la fraternización y la socialización.
Con esta práctica, la Masonería desde un principio hace pedagogía en el sentido de que el apego a los bienes e intereses personales son los principales obstáculos para el ejercicio de una fraternidad concebida bajo el signo de la igualdad, en el entendido de que no son los objetos materiales ni las prebendas de la sociedad civil, lo que impide labrar a la perfección la propia piedra bruta sino la adhesión a ellos, lo cual es una de las primeras aristas a pulir en la formación constructiva de sí mismo.
De igual manera, simbolizan esos metales y joyas aquellos motivos de especial oropel, orgullo, engreimiento y vanidad, así como la falsa fachada de oro que cubre la sensación de un yo sin valor intrínsico.
No simbolizan los “metales”, para quien hace ostentación de ellos, el arrobamiento narcisista hacia sí mismo, sino la ilusión permanente de que otros lo deben admirar por su tenencia.
De hecho, vemos con alguna frecuencia como a algunos Masones los Grados recibidos, las dignidades alcanzadas, la mayor permanencia en los Talleres, las responsabilidades delegadas, las distinciones recibidas, etc., suelen inducirles actitudes arrogantes que exageran su propia importancia y rol dentro de la Orden, en detrimento del clima fraternal, posando de contar con una moral superior, gozar del derecho de ser el juez de otro o el guardián de su deber ser.
Pareciera que estos Masones van adquiriendo estos “metales Masónicos” a medida que avanzan en la estructura gradual o administrativa de la Orden, o en los favores de sus superiores jerárquicos. Lo cual, riñe a todas luces con la verdadera instrucción Masónica, que desde el principio proscribe los “metales” en su seno, sea cual sea su naturaleza.
Normalmente estos Masones, en los debates, intentarán situarse por encima de los otros. Para ello, echarán mano al Grado Masónico, el cargo ejercido, la antigüedad, etc., reforzando su altivez con el tono de la voz, la intimidación verbal, la expresión corporal, etc., cuando no con la burla y la ironía.
Una buena forma para identificar a los Masones que poseen “metales” es fijándonos en el recargado exhibicionismo de sus títulos y en la exagerada importancia que se dan a sí mismos. Además de la forma impúdica como varían sus discursos al son de sus intereses.
Lo delicado para una Gran Logia, cuando un Masón de esta naturaleza accede a una posición sobresaliente, es que suele dedicarse a incentivar en otros la admiración por los “metales Masónicos”, o incluso el tráfico de ellos, para apalancar su propia prominencia.
Contrario a lo anterior, para un Masón que ha asimilado el contenido doctrinal de la Masonería cada Grado recibido, dignidad alcanzada, mayor permanencia en los Talleres, responsabilidad delegada, etc., lejos de constituir un vistoso oropel son oportunidades sinceras para el servicio humilde y desinteresado.
Es una arista de nuestra Piedra Bruta, que atañe pulir en nuestro transito por el Primer Grado simbólico, bajo la óptica humilde de nuestra eterna condición de aprendices. Un buen Vigilante, debe inculcar a sus obreros la coherencia, la sensatez y el control del ego para no cacarear sus obras, como aptitud de vida y condición para la fraternización y la socialización.
El aplauso que realmente debe importar a un Masón es el que proviene de la conciencia de haber hecho un buen trabajo sin esperar contraprestación de ninguna naturaleza.
Bien lo dijo el Masón Víctor Hugo a mediados del siglo XIX: “la humildad tiene dos polos: lo verdadero y lo bello”.
Es decir, nada que le interese a una persona con apego a los “metales”.