
Por Iván Herrera Michel
Para efectos de este escrito podemos
considerar que el Siglo XIX Masónico barranquillero se inicia en 1813 con el
primer contacto registrado de la población con un Masón, y termina con la
inauguración del “Templo de la Calle Caldas” en 1907, en la actual Calle 38 No.
41 – 45.
Comencemos por recordar el contexto
general del siglo XIX. Este periodo estuvo marcado por profundos cambios
sociales, económicos y políticos a nivel mundial. La Revolución Industrial
aceleró el desarrollo tecnológico (ferrocarriles, telégrafo, barcos de vapor) e
integró regiones lejanas en el comercio global. En paralelo, las ideas
liberales y republicanas, heredadas de la Ilustración y las revoluciones
atlánticas de fines del siglo XVIII, se difundieron ampliamente. La Masonería,
como institución hija de la Ilustración, jugó un papel importante en este
proceso porque sirvió de red internacional para la circulación de ideales de
libertad, igualdad y fraternidad. En América Latina particularmente, muchas
Logias Masónicas estuvieron involucradas en los movimientos reformistas del
siglo XIX. En distintas partes del mundo, desde Estados Unidos hasta Europa,
los Masones participaron activamente en la construcción de los nuevos estados
liberales decimonónicos, impulsando reformas políticas. En este contexto
global, la ciudad de Barranquilla, aunque entonces un modesto poblado caribeño,
paulatinamente se sumó a las corrientes de cambio en el transcurso del siglo
XIX.
Barranquilla inicia el siglo XIX siendo
un pequeño corregimiento y fondeadero sin mayor jerarquía sobre el río
Magdalena, poblado por unos 3.000 habitantes mestizos y mulatos, asentados sin
el diseño de cuadrícula española, y lo culmina como el principal puerto
marítimo y fluvial de Colombia con 40.000 almas, una significativa población
extranjera, y representaciones consulares de 16 naciones distintas, repartidas
en 30 calles y 24 callejones. Este crecimiento acelerado se enmarcó en la era
de las grandes innovaciones del siglo XIX. La apertura del cercano puerto de
Sabanilla al comercio internacional (decretada en 1842 por el presidente Pedro
Alcántara Herrán) y el inicio de la navegación a vapor por el río Magdalena
(impulsado desde 1849 por el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera)
dinamizaron el intercambio comercial de Barranquilla. La llegada de barcos de
vapor redujo drásticamente los tiempos de viaje entre el interior del país y la
costa, facilitando que mercancías y pasajeros arribaran con mayor rapidez al
Atlántico. Gracias a ello, a partir de la segunda mitad del siglo XIX la ciudad
atrajo a numerosos comerciantes y empresarios nacionales y extranjeros, que se
establecieron en ella, crearon riqueza, enriquecieron la gastronomía local y
dejaron descendencia. Ingleses, alemanes, franceses, italianos, palestinos,
libaneses, sirios, estadounidenses y caribeños, entre otros, formaron colonias
en Barranquilla, dotando a la ciudad de un carácter cosmopolita poco común en
Colombia para la época. La existencia de consulados de tantos países refleja
esta internacionalización. Barranquilla, con su ubicación estratégica en la
desembocadura del Magdalena, se convirtió en una puerta de entrada del comercio
mundial al país, recibiendo los vientos de la modernidad decimonónica.
EL PRIMER CONTACTO CON UN MASÓN
Durante el siglo XIX, la arquitectura de Barranquilla evolucionó desde las viviendas de bahareque y palma propias de un fondeadero marginal hacia construcciones más sólidas en ladrillo y teja que reflejaban el crecimiento comercial de la ciudad. La llegada de comerciantes extranjeros y la apertura del puerto de Sabanilla introdujeron influencias caribeñas y europeas visibles en bodegas, casas comerciales y residencias de notables. Asimismo, la necesidad de equipamientos sanitarios y civiles amplió el perímetro urbano y dio forma a una Barranquilla que comenzaba a pensarse como ciudad moderna y puerto estratégico. En ese proceso, también la Msasonería levantó el templo que se inauguraría a comienzos del siglo XX, como expresión natural de la maduración arquitectónica y social de una Barranquilla que empezaba a pensarse como ciudad moderna.
La primera relación constatada de
Barranquilla con los Masones fue en 1813, a través de un joven Masón
cartagenero de 24 años de edad que llegó reclutando soldados para su campaña
contra la ciudad de Santa Marta. Bajo su mando mueren alrededor de 100
barranquilleros en una batalla cerca de la población de Ciénaga. Eran tiempos
de guerra entre la independentista Cartagena de Indias y la realista Santa
Marta. Ese mismo año, otros 500 hombres naturales de la región se tomaron Santa
Marta durante dos meses bajo las órdenes del general y aventurero francés Pedro
Labatut, entonces al servicio de la independencia absoluta de Cartagena de
Indias proclamada dos años antes.
Se trataba del abogado Manuel Juan
Robustiano de los Dolores Rodríguez Toríces, que por esos días oficiaba como
“Presidente del Estado de Cartagena en calidad de Dictador”, nombrado por la
Convención del Estado de Cartagena el 21 de enero de 1812, y figuraba en la
membresía de la Logia “Las Tres Virtudes Teologales” de su ciudad natal. Tres
años después, luego de haberse desempeñado en 1815 como presidente de las
Provincias Unidas de la Nueva Granada, Rodríguez Toríces sería fusilado el 5 de
octubre de 1816 en Santafé de Bogotá por orden del general Pablo Morillo, su
cabeza fue cortada, metida en una jaula y expuesta públicamente en la Pila de
la hoy Plaza de San Victorino de esa ciudad.
Como agradecimiento por el apoyo
recibido y el sacrificio de su población, Rodríguez Toríces otorgó a
Barranquilla en abril de 1813 el título de Villa, gracias al cual el
asentamiento pudo contar con un Corregidor Letrado, un Ayuntamiento, la
condición de capital del Departamento de Barlovento o Tierradentro, y un escudo
de armas, precisamente con el lema de “Premio al Patriotismo”. Cabe agregar que,
en ese mismo decreto de 1813, Rodríguez Toríces propuso impulsar la inmigración
creando una colonia de pobladores extranjeros en el cercano puerto de
Sabanilla. Aunque la guerra impidió materializar tal iniciativa, aquella visión
de apertura al exterior señaló un rumbo que Barranquilla seguiría décadas más
tarde con la afluencia de comerciantes foráneos y la consolidación de su
vocación portuaria.
CARACTERÍSTICAS DE LA MASONES
BARRANQUILLEROS
En la Costa Atlántica colombiana,
Barranquilla fue la cuarta ciudad en contar con una Logia Masónica, luego de
Cartagena, Santa Marta y Riohacha. Con la peculiaridad de que sus cuatro
primeras Logias no trabajaron simultáneamente, sino una después de la otra,
cada una surgiendo a partir de la desaparición de la anterior. Una quinta Logia
llegaría a trabajar en paralelo, a raíz del primer gran cisma que sufrió la
Orden en Colombia de 1864 a 1888, con la creación del “Supremo Consejo de la
Jurisdicción del Centro del Grado 33º” en Bogotá.
A diferencia de lo ocurrido en Cartagena
y Santa Marta, las cinco Logias barranquilleras del siglo XIX no contaron con
sacerdotes católicos entre sus miembros. Tampoco tuvieron muchos militares. Sus
filas estuvieron integradas principalmente por comerciantes, profesionales de
las llamadas “profesiones liberales” (abogados, médicos, etc.) y autoridades
civiles locales, como correspondía a una población que crecía y prosperaba
gracias a su posición geográfica privilegiada para el comercio exterior. Este
perfil social difería del de las Logias de otros lugares, como, por ejemplo, en
Bogotá en donde la Logia “Estrella del Tequendama” (1849–1887) congregó a buena
parte de la clase política durante el Olimpo Radical (1863–1886) y llegó a
tener a ocho presidentes de la República entre sus miembros, reflejando una
intensa militancia política. En Barranquilla, por el contrario, los Masones no
se distinguieron por una actividad política partidista tan marcada, ni por
representar una sociabilidad intelectual promotora de la educación, las artes y
la cultura (como sí ocurría en algunas Logias del interior del país). Mientras
que en los Andes muchos Masones liberales eran abiertamente anticlericales, vinculados
al Liberalismo Radical y enfrentados a la influencia de la Iglesia, los Masones
de Barranquilla profesaban un liberalismo más conciliador, que les permitía
concertar sin mayor dificultad su condición Masónica con el fervor católico. De
hecho, era común que estos Masones costeños asistieran a misa y participaran en
festividades religiosas, compaginando su fe con los ideales de la fraternidad Masónica.
La Masonería aterriza logialmente en
Barranquilla en 1840, en pleno auge del despegue económico de la villa. Ello
ocurrió dos años antes del decreto del 1° de julio de 1842 del general Pedro
Alcántara Herrán, miembro de la Logia “Estrella del Tequendama” No. 11 de
Bogotá y Presidente de la República de la Nueva Granada, que habilitó el
cercano puerto de Sabanilla para la importación. Posteriormente, en 1849,
siendo presidente de la nación el general Tomás Cipriano de Mosquera (suegro de
Herrán, quien luego habría de iniciarse en la Masonería y pertenecer a las
Logias “Fraternidad Bogotana No. 16”, en 1858, y “Propagadores de la Luz No.
1”, en 1864), se fomentó la navegación de barcos a vapor por el río Magdalena,
se autorizó la exportación por el puerto de Sabanilla y se instaló una aduana
allí mismo. Desde entonces, la ciudad dinamizó su comercio exterior y atrajo un
buen número de comerciantes nacionales y extranjeros durante la segunda mitad
del siglo XIX. Muchos de ellos se residenciaron en Barranquilla, crearon
riquezas, enriquecieron su gastronomía con nuevas influencias y dejaron
descendencia en la sociedad local.
De este sector mercantil y profesional
de la sociedad surgieron mayoritariamente los Masones que colmaron las columnas
de las Logias barranquilleras. Además, varios de estos Masones militaban en el
Partido Conservador colombiano, lo que les permitió gestionar apoyos para que
las Logias de Barranquilla sobrevivieran a los ataques que el presidente Rafael
Núñez (un conservador aliado de sectores católicos) dirigió contra la Masonería
en otras partes del país durante la Regeneración. Barranquilla fue así una de
las cuatro ciudades colombianas (junto con Cartagena de Indias, Santa Marta y
Ciénaga) en donde la actividad de las Logias logró mantenerse ininterrumpida
desde el siglo XIX hasta el presente, pese a las vicisitudes políticas. De
hecho, son las únicas ciudades que pueden mostrar un hilo histórico continuo de
trabajo Masónico desde aquella centuria fundacional.
Cuando el 1º de enero de 1852 entró en
vigor la abolición de la esclavitud en la República de la Nueva Granada,
Barranquilla contaba con 71 esclavos a los que se les concedió carta de
libertad. El presidente de la República que impulsó la prohibición nacional fue
el Masón José Hilario López (iniciado en 1834 en Cartagena, en la Logia “Hospitalidad
Granadina” No. 1 y para entonces miembro de la Logia “Estrella del Tequendama”
No. 11 de Bogotá, a la cual asistía junto con gran parte de su gabinete
ministerial). Y quien proclamó oficialmente la abolición ese mismo día para la
Villa de Barranquilla fue el gobernador de la Provincia de Cartagena, general
Juan José Nieto Gil. Sus palabras en la Plaza del Matadero de Cartagena fueron:
“Mis Hermanos, desde hoy se acabaron los
esclavos, y es por eso por lo que les saludo en este día, el más bello que ha
traído la República… Es el día en que ha desaparecido de entre nosotros el
odioso título de señor y esclavo, y en que ninguno de nuestros Hermanos llevará
colgada en su cuello la poderosa, la negra, cadena de la servidumbre (...)
Celebramos el triunfo de la humanidad sobre la violencia. Bien puede pesarle a
los rancios privilegios, nada importa.”
El hecho de que Barranquilla tuviera un
número reducido de esclavos liberados (solo 71) no sorprende, pues ya desde
fines de la Colonia la población local era mayoritariamente libre y carecía de
grandes plantaciones esclavistas. Un censo de 1777, por ejemplo, registraba
unas 2.600 personas en Barranquilla, en su inmensa mayoría mestizos y blancos
libres, con muy pocos esclavos presentes. La abolición de 1852, no obstante,
tuvo una gran importancia simbólica. Colombia se unía así a la ola
abolicionista del siglo XIX, que vio cómo el Imperio Británico prohibió la
esclavitud en 1833, Francia en 1848, Estados Unidos en 1865 (tras su Guerra
Civil) y Brasil en 1888, entre otros hitos. La participación de destacados Masones
en este proceso (López desde la presidencia, Nieto Gil anunciándolo en la costa)
refleja la afinidad de la Masonería con las causas libertarias y de progreso
social de la época.
LAS PRIMERAS LOGIAS DE LA CIUDAD
Cuatro Logias existieron en la
Barranquilla del siglo XIX bajo los auspicios del Gran Oriente y Supremo
Consejo Neogranadino (fundado en 1833, con carta patente del Gran Oriente de
Francia de 1851, que varió su nombre en 1939 al de Supremo Consejo del Grado 33°
para Colombia, actualmente con sede en Bogotá). Estas Logias fueron “Caridad
No. 5” (1840), “Unión Fraternal No. 12” (1850), “Fraternidad No. 22” (1862) y
“El Siglo XIX No. 24” (1864). Cabe señalar que la primera (Caridad No. 5) se
estableció cuando era Soberano Gran Comendador el notario barranquillero
Dionisio Bautista, y las tres últimas durante el período en que el general Juan
José Nieto Gil ocupaba ese cargo en la Masonería colombiana. Igualmente, en
1863 se creó en la ciudad el Capítulo de Grado 18° del Rito Escocés Antiguo y
Aceptado (REAA) denominado “En el Delta No. 5” (nombrado así por el vecino
delta que en esa época formaba el río Magdalena en su desembocadura en el mar
Caribe), instalado también bajo los auspicios del Gran Oriente y Supremo
Consejo Neogranadino, siendo Soberano Gran Comendador el general Nieto Gil.
La presencia de estas Logias en
Barranquilla se inserta en la expansión de la Masonería a nivel continental.
Tras las independencias hispanoamericanas, en la primera mitad del siglo XIX se
fundaron numerosas Logias en América Latina con apoyo de grandes potencias Masónicas
extranjeras. Era común que los cuerpos Masónicos locales buscasen legitimidad
obteniendo cartas patentes de organismos europeos reconocidos, especialmente
del Gran Oriente de Francia o de Supremos Consejos del REAA establecidos en
París, Nueva York o Charleston. En el caso colombiano, el Gran Oriente y
Supremo Consejo Neogranadino recibió una carta patente francesa en 1851,
conectando a la Masonería nacional con la tradición Masónica gala. Esto
demuestra cómo, incluso en ciudades apartadas como Barranquilla, las Logias
formaban parte de una red internacional en la que los Masones estaban al tanto
de los ritos y normas emanados desde Europa y Norteamérica, y mantenían
correspondencia e intercambio con sus Hermanos de otras latitudes.
Eran días de grandes transformaciones
nacionales. Colombia cambió de nombre el 8 de mayo de 1863, en Rionegro
(Antioquia), pasando de llamarse Confederación Granadina a Estados Unidos de
Colombia, gracias a una nueva constitución política de corte liberal y
federalista. Esa Constitución de 1863, de espíritu radical, otorgó amplia
autonomía a los Estados federados (cada uno con su propia legislación,
ejército, poder judicial y hacienda), garantizó libertades individuales (de
comercio, de opinión, de imprenta, de enseñanza, de asociación, e incluso
permitió legalmente que los ciudadanos portaran armas y comercializaran con
ellas), abolió la pena de muerte, impulsó la educación científica (dando
prioridad a la física, química, biología y filosofía), decretó la separación
entre la Iglesia y el Estado, redujo el período presidencial de 4 a 2 años
limitando notablemente las facultades del Ejecutivo, y otorgó preponderancia al
poder legislativo. En la nueva repartición administrativa y territorial,
Barranquilla quedó como parte del Estado Soberano de Bolívar hasta que la
Constitución centralista de 1886 suprimió el federalismo y transformó los
Estados en departamentos (Barranquilla pasó a ser municipio del Departamento de
Bolívar hasta la creación del Departamento del Atlántico en el siglo XX).
Sin embargo, conviene no idealizar en
exceso la actuación de la Masonería colombiana decimonónica, porque, aunque
muchos de sus miembros estuvieron vinculados a causas libertarias, reformas
liberales y proyectos de modernización estatal, la Orden funcionó en la
práctica como una sociabilidad predominantemente elitista, muy vinculada a los
círculos de poder y poco abierta a las clases populares, a las mujeres y a los
sectores rurales y subalternos que constituían la mayoría del país, de modo que
buena parte de sus Logias reprodujeron las mismas jerarquías sociales, raciales
y de género que decían querer superar, participando a veces más en las disputas
entre caudillos, facciones liberales y conservadoras, y redes clientelistas,
que en un esfuerzo sostenido por alfabetizar, organizar y empoderar al pueblo
llano, por lo que su influencia en la cultura política nacional fue ambivalente
y contribuyó a introducir ideas modernas y laicas, pero raramente logró
transformar la estructura profunda de exclusiones sobre la que se levantaba la
república.
Este giro liberal y federalista en
Colombia ocurría en paralelo a tendencias similares en otros países. En Estados
Unidos, tras su propia guerra civil (1861–1865), se reafirmó un sistema federal
con amplias libertades civiles, en México, Benito Juárez restauró la República
en 1867 y consolidó las Leyes de Reforma, estableciendo la separación
Iglesia-Estado y la secularización de la sociedad, en Europa, Italia se unificó
en 1861 bajo el liderazgo de liberales anticlericales y en Francia la Tercera
República surgida en 1870 adoptó políticas laicas. Colombia, pues, no estaba
aislada de la ola liberal global del siglo XIX que impulsaba estados modernos,
constitucionales y secularizados. La Masonería, tanto en Colombia como en el
mundo, fue partícipe de ese impulso reformista y muchos de los hombres que
redactaron constituciones y leyes liberales eran Masones con los ideales
progresistas de su tiempo.
Cuando la Masonería colombiana sufrió su
primer cisma nacional el 3 de junio de 1864, como resultado de rivalidades
políticas entre los presidentes y caudillos liberales Generales Juan José Nieto
Gil y Tomás Cipriano de Mosquera, este último creó un cuerpo Masónico rival con
el nombre de “Supremo Consejo de la Jurisdicción del Centro del Grado 33º”,
también con carta patente del Gran Oriente de Francia. El enfrentamiento entre
Mosquera y Nieto, que mezclaba ambiciones personales y diferencias de visión
sobre la organización del país, se tradujo así en la existencia de dos Supremos
Consejos rivales entre 1864 y 1888, cuando oficialmente el Supremo Consejo “Del
Centro” se declaró “en sueños”, es decir, inactivo, el 2 de febrero de ese año,
poniendo fin a la dualidad Masónica. En este marco político y Masónico
dividido, los Masones barranquilleros también tomaron partido. Los partidarios
de Nieto (los “nietistas”) fundaron el 21 de noviembre de 1864 la Logia “El
Siglo XIX No. 24”, mientras que los adeptos de Mosquera (los “mosqueristas”)
establecieron la Logia “Estrella de Colombia No. 6”. Ambas Logias reunieron a
figuras destacadas de la ciudad, como, por ejemplo, en la “Estrella de
Colombia” brilló el nombre de Santiago Duncan, veterano de la guerra de
independencia que había sido secretario y amigo personal del Libertador Simón
Bolívar.
Desde el ámbito estrictamente
institucional, la Masonería barranquillera del siglo XIX enfrentó limitaciones
propias de organizaciones que, pese a su retórica universalista y sus rituales
ordenados, dependían de una estructura frágil, con poca continuidad documental,
rotación irregular de oficiales y una formación simbólica que se transmitía más
por imitación que por estudio sistemático, de modo que la calidad del trabajo Masónico
oscilaba ampliamente según la preparación del Venerable Maestro de turno y las
tensiones entre Logias. Esta fragilidad administrativa explica por qué los
cuerpos filosóficos tuvieron dificultades para prosperar y por qué la memoria
institucional quedó fragmentada, obligando a los historiadores a reconstruir
buena parte del pasado a partir de actas incompletas, correspondencias
dispersas y testimonios indirectos, lo que sugiere que la Masonería local, más
que un organismo robusto y metódico, fue un espacio dinámico pero vulnerable,
susceptible a divisiones, silencios y discontinuidades que limitaron su
capacidad de consolidar una tradición ritual plenamente establecida.
Conviene mencionar que no era la primera
vez en la historia latinoamericana que pugnas políticas se reflejaban en la Masonería.
Décadas antes, en el México independiente, las Logias de rito escocés y de rito
yorkino se alinearon con las facciones conservadora y liberal, respectivamente,
llegando a conformar verdaderos ejes de partidos políticos. De hecho, hacia
1825 el embajador estadounidense Joel Poinsett apoyó la fundación de Logias
yorkinas en México para fortalecer a los liberales federalistas, mientras
diplomáticos británicos respaldaban a los escoceses conservadores. Aquella
rivalidad Masónica tuvo un impacto directo en la política mexicana. De forma
análoga, en Colombia el choque entre Nieto y Mosquera, ambos Masones de alto
grado, pero enfrentados por el poder, provocó una división de las Logias a
nivel nacional. Este episodio ilustra cómo la fraternidad Masónica, que
idealmente trasciende bandos, no fue inmune a las pasiones y caudillismos del
siglo XIX.
A partir de los nombres distintivos de
las Logias barranquilleras de 1864, se pueden colegir los valores de los dos
sectores en pugna. Un grupo adoptó el nombre “El Siglo XIX”, evocando quizás
las ideas modernas y progresistas de la época, mientras que el otro eligió
“Estrella de Colombia”, subrayando un fervor patriótico tradicional. En
cualquier caso, ambas Logias se convirtieron en símbolo de estatus social en la
ciudad y constituían espacios de sociabilidad con tintes políticos y
filantrópicos, compuestos por prósperos comerciantes, médicos y abogados de
familias principales, así como por ciudadanos emergentes en la escala social y
económica local. Como dato curioso de su funcionamiento interno, encontramos en
documentos y actas de la época que se penaba con una multa de un peso ($1.00
moneda legal) al Masón que no asistiera a las tenidas (reuniones) sin causa
justificada, muestra de la disciplina y compromiso que exigía la Orden.
EL PRESIDENTE JUAN JOSÉ NIETO GIL Y LA MASONERÍA
BARRANQUILLERA
Juan José Nieto Gil (1805–1866), general
cartagenero y destacado líder liberal de la Costa, tiene una especial relación
con Barranquilla y con la Masonería local. Nieto Gil, de orígenes pobres, es
reconocido históricamente como el primer (y hasta ahora único) presidente
colombiano de ascendencia africana. Su ascenso al poder nacional, aunque breve
y en medio de la guerra civil, simbolizó el protagonismo que alcanzaron los
liberales caribeños en la convulsa política decimonónica. Nieto fue también un Masón
muy activo y de alto grado. Ejercía en 1861 como Soberano Gran Comendador del
Gran Oriente y Supremo Consejo Neogranadino, y precisamente en ese carácter
llegó a ocupar la jefatura del Estado. De hecho, estando en ejercicio como
Soberano Gran Comendador, se posesionó en Barranquilla como Presidente de la
República el 25 de enero de 1861, en plena guerra civil contra el gobierno
centralista conservador, convirtiendo de facto a la ciudad en capital nacional
hasta el 18 de julio de 1861. Durante esos meses, Barranquilla fue sede del
gobierno de Nieto Gil, algo inédito en su historia.
A la par, durante sus dos períodos como
Soberano Gran Comendador del Gran Oriente y Supremo Consejo Neogranadino
(1849–1850 y 1860–1865), Nieto dispuso el Levantamiento de Columnas de tres de
las cinco Logias Masónicas del siglo XIX en Barranquilla, así como del único
cuerpo filosófico del REAA que existió entonces en la ciudad (el Capítulo “En
el Delta No. 5” antes mencionado). Gracias a su impulso, vieron la luz la Logia
“Unión Fraternal No. 12” (fundada en 1850 bajo su primera administración) y,
más adelante, la Logia “Fraternidad No. 22” (instaurada en 1862) y la Logia “El
Siglo XIX No. 24” (instaurada el 21 de noviembre de 1864), así como el Capítulo
Rosacruz del Grado 18 “En el Delta No. 5” (fundado el 16 de septiembre de
1863). Fruto de la gestión de Nieto Gil en la Orden, aún funcionan en la
ciudad, ya entrado el siglo XXI, tanto el Soberano Capítulo Rosacruz “En el
Delta No. 5” como la Logia “El Siglo XIX No. 24”, aunque ya no en relaciones de
mutuo reconocimiento debido al cisma Masónico ocurrido en Colombia en la década
de 1980.
Durante la estadía de Nieto Gil en
Barranquilla como presidente en 1861, solo trabajaba en la población la “Logia
Unión Fraternal No. 12”, a la que él había otorgado carta patente once años
antes, en 1850, cuando era Soberano Gran Comendador por primera vez. Es lógico
pensar que el general Nieto asistió con frecuencia a sus tenidas mientras
residió en Barranquilla, ya que siempre fue un Masón entusiasta y comprometido.
A lo largo de su vida, su pertenencia a la Masonería fue activa tanto en
Colombia como en el exilio. Prueba de ello es que en Cartagena Nieto presidió
su Logia madre “Hospitalidad Granadina No. 1” durante tres períodos
consecutivos (1856–1859). Asimismo, durante su destierro en Kingston (Jamaica)
entre 1842 y 1847, lejos de alejarse de la fraternidad, frecuentó la Logia local
“Sussex No. 691” (número luego cambiado a 354, bajo jurisdicción inglesa) y
llegó a fundar una Logia nueva en tierra extranjera llamada “Concordia No. 8”,
de la cual fue su primer Venerable Maestro.
LOS GRADOS 33º DEL SIGLO XIX EN
BARRANQUILLA
Conviene señalar, ante todo, que el
Supremo Consejo de la Jurisdicción del Centro del Grado 33º (el fundado por
Mosquera en Bogotá durante el cisma del siglo XIX) nunca creó cuerpos
escocistas en Barranquilla ni otorgó el Grado 33º del REAA a ningún Masón
residente en la ciudad durante sus casi veinticuatro años de existencia. En
contraste, el Gran Oriente y Supremo Consejo Neogranadino sí confirió en el
siglo XIX el Grado 33º a varios Masones barranquilleros miembros de sus Logias.
En total, seis Masones domiciliados en Barranquilla alcanzaron entonces la
máxima investidura del Rito Escocés. Ellos fueron Manuel Joaquín Samper
Anguiano, abogado (el primero en recibirla, en 1862); Manuel Gregorio López
Zapata, médico; Jacobo Rois Méndez Jr., comerciante; José Salcedo Martínez,
comerciante; Clemente Salazar Mesura, abogado; y Pedro Leyes Posse,
veterinario.
En el caso particular de Barranquilla,
la Masonería compartió la paradoja de que fue, al mismo tiempo, un factor de
apertura cosmopolita, tolerancia religiosa y filantropía concreta y, a la vez,
una sociabilidad reservada a comerciantes prósperos, profesionales respetables
y notables locales que se movían cómodamente entre el templo, el cabildo, el
consulado y el salón burgués, de manera que la ciudad Masónica del siglo XIX
fue mucho más visible en las actas, en las Logias y en los directorios
comerciales que en los barrios populares. Por ello, aunque dejó huellas
institucionales duraderas, la Masonería barranquillera no consiguió convertirse
en una escuela de ciudadanía ni en un espacio que cuestionara de raíz el
patriarcado, el racismo cotidiano o la desigual distribución de la riqueza que
marcaban la vida diaria de la mayoría de los habitantes de la villa convertida
en puerto.
Obtener el Grado 33° significaba
ingresar a la élite de la Masonería de la época. Que media docena de Masones
barranquilleros lograran alcanzar el Grado 33° en los ochocientos indica que la
ciudad contaba con Hermanos de notable influencia en la Masonería nacional. No
era común en provincias obtener esta dignidad, generalmente reservada a grandes
centros.
RELACIONES CON LA IGLESIA CATÓLICA
En términos generales, las relaciones de
la Iglesia católica con los Masones de Barranquilla en el siglo XIX fueron de
una sana convivencia, algo que contrasta con la abierta hostilidad que
prevaleció en muchos otros lugares del país. En muchos países de arraigada
tradición católica esto derivó en enfrentamientos, y era habitual que
sacerdotes se negaran a dar los sacramentos o la extremaunción a conocidos Masones,
considerándolos enemigos de la Iglesia. Sin embargo, en Barranquilla no arraigó
esa confrontación abierta. Imperó, más bien, una coexistencia pragmática
durante gran parte del siglo XIX, interrumpida solo por algunas polémicas
puntuales.
Una de esas polémicas ocurrió en 1874,
cuando el entonces obispo de la diócesis de Cartagena, Bernardino Medina,
respaldó la acción del presbítero José María Pompeyo de negar en el lecho de
muerte los auxilios espirituales a don Manuel Román y Picón (padre de doña
Soledad Román, esposa del presidente de Colombia Rafael Núñez) por el hecho de
ser Masón. Este incidente enfrentó públicamente al obispo con Domingo González
Rubio, Masón barranquillero que era secretario de la Logia “El Siglo XIX No.
24” y director del periódico “El Promotor”, quien denunció la intolerancia del
clero. A pesar de casos como este, derivados de rencillas políticas y tensiones
del momento, la tónica general en Barranquilla fue de respeto mutuo y
colaboración entre Masones y clérigos locales, especialmente en labores
benéficas.
En 1849, una gravísima enfermedad
infecciosa aguda afectó a gran parte de la población colombiana que fue la del
cólera morbo asiático. Esta calamidad propició en Barranquilla una unión de
acción Masónica y católica sin precedentes en el país, que se prolongó durante
la segunda mitad del siglo XIX. Entre 1849 y 1851, la pandemia mundial de
cólera (capaz de matar en cuestión de horas) golpeó con fuerza la región. En
Barranquilla, que para entonces contaba con unos 6.100 habitantes según el
censo oficial (entre ellos alrededor de 70 esclavos), falleció aproximadamente
el 25% de la población. La mortalidad desbordó la cobertura médica disponible,
rebasó los precarios servicios sanitarios urbanos, y agotó la capacidad del
“Camposanto” municipal de 2.800 metros cuadrados, que era el único cementerio
con que se contaba dentro del poblado. Por tal motivo, hubo que realizar
inhumaciones improvisadas a la vera de los caminos y en los antepatios e
interiores de las casas.
La epidemia de cólera de 1849 - 1850 fue
parte de la segunda pandemia global de esta enfermedad, que afectó regiones
desde Asia hasta América. Ciudades como Cartagena de Indias sufrieron estragos
similares (se estima que en Cartagena pereció hasta un tercio de sus habitantes
en pocas semanas), y en el istmo de Panamá el brote cobró numerosas vidas,
incluso entre trabajadores del incipiente ferrocarril interoceánico. En Europa,
por esos mismos años, urbes como Londres y París padecieron brotes mortíferos
de cólera que impulsaron las primeras reformas sanitarias modernas y
galvanizaron la creación de iniciativas humanitarias (recordemos que la Cruz
Roja Internacional se fundó en 1863 tras el impacto de tragedias humanitarias
en esa época, si bien enfocada inicialmente en la guerra). En Barranquilla,
ante la catástrofe, la reacción colectiva fue clave, y la sociedad en su
conjunto, Masones incluidos, se volcó a aliviar el sufrimiento. La emergencia
sanitaria y la desazón provocadas por el cólera llevaron a los barranquilleros
a buscar refugio espiritual en el catolicismo, pero también los obligaron a
pensar en soluciones prácticas como la necesidad de un hospital más grande y de
una nueva necrópolis alejada del casco urbano se hizo evidente para reemplazar
al colmado Camposanto y al pequeño cementerio judío.
Por su parte, la comunidad judía de la
ciudad reaccionó a la crisis inaugurando un cementerio propio en 1850, con un
costo de ochocientos cincuenta pesos ($850 M/L) aportados por sus miembros,
para su uso exclusivo. Este camposanto hebreo, ubicado en las afueras y
utilizado hasta 1869, fue uno de los primeros cementerios judíos documentados
en Colombia, reflejo de la presencia temprana de una pequeña pero importante
comunidad sefardí en Barranquilla. Muchas de esas familias judías procedían de
las Antillas (como Curazao o Jamaica) y se habían asentado en la ciudad
atraídas por las oportunidades comerciales. Su aporte añadió diversidad
cultural y religiosa al mosaico barranquillero. Desde un principio,
Barranquilla mostró así una inusual tolerancia mostrando camposantos separados
para católicos y judíos, y más adelante también albergó tumbas de protestantes
y de otras confesiones, algo poco común en otras localidades del país por
entonces.
Acabada la “luna de miel” con los Masones
a inicios del siglo XX, la jerarquía católica decidió segregar nuevamente los
espacios funerarios. En 1915 inauguró en Barranquilla el Cementerio Católico Calancala,
en el cual estuvo prohibido enterrar a Masones, y destinó allí un sector
especial para los judíos asquenazíes que comenzaban a llegar masivamente
huyendo de la violencia de la Primera Guerra Mundial en Europa (aunque estos
judíos fuesen Masones, eran admitidos solo en esa sección separada). Este hecho
simboliza el paulatino fin de aquella era de colaboración estrecha, ya que a
medida que avanzaba el siglo XX, las posiciones volvieron a tensarse entre una
Iglesia fortalecida y una Masonería que pasó a la clandestinidad por algún
tiempo en Colombia. Pero durante el siglo XIX, Barranquilla vivió mayormente en
una coexistencia respetuosa entre altar y compás, lo que habla de la
idiosincrasia tolerante de la ciudad en ese entonces.
A diferencia de corrientes Masónicas que
incorporaron prácticas esotéricas, simbolismos exagerados o lecturas mágicas
ajenas al racionalismo ilustrado, la Masonería barranquillera del siglo XIX se
caracterizó por una estricta sobriedad doctrinal y por un trabajo ritual
centrado en la ética laica, la convivencia republicana y la acción
filantrópica, lo que explica que fuera precisamente durante ese periodo cuando
más contribuyó de manera tangible al bienestar colectivo de la ciudad. Sus
Logias funcionaron como espacios de sociabilidad cívica en donde predominaban
el sentido práctico, la beneficencia organizada y la cooperación entre
ciudadanos, sin desviarse hacia hermetismos, ocultismos o especulaciones
místicas que jamás tuvieron arraigo en el puerto. En coherencia con ese
espíritu moderno, la Masonería barranquillera respetaba escrupulosamente las
creencias religiosas de cada uno de sus miembros y jamás pretendía sustituirlas
o imponerles creencias nuevas, pues la esfera espiritual individual era
considerada inviolable y no podía ser objeto de presión, reforma o
adoctrinamiento alguno. De este modo, la Masonería de la ciudad, lejos de la
magia y cercana al servicio público, encontró su fortaleza en la libertad
interior de sus miembros y en su utilidad social.
EL CASO DE LA SOCIEDAD HERMANOS DE LA CARIDAD
(SHC)
Desde una perspectiva estrictamente
historiográfica, debe señalarse que no existe hasta hoy ninguna fuente primaria
verificable (ni Cuadros Lógicos, ni actas de Logia, ni correspondencia, ni Patentes
de membresía, Etc.) que permita demostrar de manera documental la condición Masónica
de Eusebio de la Hoz ni de los demás fundadores o primeros directivos de la
Sociedad Hermanos de la Caridad. La reiterada afirmación de que la SHC fue
“creada por Masones” procede de fuentes secundarias tardías, muchas de ellas
dependientes entre sí, que repiten el dato sin aportar el archivo original y
que, por tanto, forman parte más de una tradición interpretativa que de una
prueba empírica. De hecho, existen también autores y líneas de investigación
que sostienen que la SHC no nació como criatura Masónica, sino como una
corporación cívica / religiosa de inspiración católica cuyo vínculo con las Logias
fue, en el más cercano de los casos, circunstancial y jamás institucional. En
ese sentido, y en ausencia de documentación primaria que confirme dichas
adscripciones, la participación Masónica en su génesis debe considerarse, en
términos rigurosos, una hipótesis plausible pero no demostrada, sometida a las
limitaciones propias de una memoria local que aún no ha sido contrastada con el
examen exhaustivo de archivos del siglo XIX.
No obstante, como quiera que no se puede
hablar de la Masonería barranquillera en el siglo XIX sin mencionar la
narrativa que la vincula fuertemente con la Sociedad Hermanos de la Caridad, para
comprender mejor su filosofía cívica / religiosa, es necesario recordar
fragmentos de su Acta Fundacional del 9 de mayo de 1867, y las palabras de su
primer presidente, el Dr. Eusebio de la Hoz, en esa ocasión:
"ACTA FUNDACIONAL DEL 9 DE MAYO DE
1867": “En la ciudad de Barranquilla, en la Casa Habitación del Sr.
Eufracio Sánchez, reunidos los infrascritos se acordó establecer una sociedad
filantrópica con el objeto de ejercer la caridad como lo manda nuestra
religión, practicando las obras de misericordia, hasta donde lo permitan los
medios, los tiempos y las circunstancias, y reuniendo un fondo para atender los
gastos necesarios; y conseguir los útiles indispensables para llegar al fin
propuesto.”
PALABRAS DEL PRIMER PRESIDENTE EUSEBIO
DE LA HOZ: “La obra de que quiero ocuparme es la construcción de un cementerio
amplio, suficiente, de exclusiva propiedad de esta corporación correctamente
iniciada - y que para sus trabajos desde hoy nos preparemos para formar una
institución de beneficencia y que nuestra corporación sea conocida con el
nombre de Sociedad Hermanos de la Caridad - para que seamos definitivamente los
que aquí nos hemos reunido promotores y fundadores de la más notable
institución de Caridad y Beneficencia.
Iniciada que haya sido la obra del
cementerio y en ejecución sus trabajos, resolveremos la erección de un templo
en el Barrio Abajo para que perpetúe por nuestra iniciativa y con el nombre de
Iglesia del Rosario, y al mismo tiempo propender al establecimiento de un
hospital de caridad, obras todas, que deben ser iniciadas por esta Corporación
fundada en esta fecha.
Si aceptáis mi propuesta nada más
natural que nuestra institución se base en la fraternidad universal para
afianzar el espíritu de nuestra idea. Así perpetuaremos la memoria de esta
fecha y esta simiente que desde hoy fertilice, fortalecerá en el porvenir
iluminada por el claro horizonte de la democracia.
Si correspondéis a este loable fin,
principiemos por traer a nuestro seno hombres de buena conducta de todas las
religiones, sectas, nacionalidades y filiación política siguiendo el ejemplo de
las doctrinas de Cristo como hombre filosófico y reformador.
Todos los hombres somos Hermanos, pues
la caridad no consiste en ser pródigo, más allá en ser útil.”
A su muerte, la ciudad de Barranquilla
distinguió la memoria de Eusebio de la Hoz dando su nombre a la actual Carrera
42D (que antes había tenido pintorescos nombres como “Callejón de los Meaos” y
luego “Callejón Policarpa Salavarrieta”), situada entre las calles 31
(antiguamente llamadas “De San Roque”, “Judas” y “Del Banco”) y 32 (antes “Del
Comercio”, “La Escuela”, “La Cruz”, “La Soledad” y “Del Crimen”). En ese
sector, precisamente, De la Hoz había tenido una botica (farmacia) a fines del
siglo XIX. Sus restos mortales reposan hoy en un mausoleo familiar ubicado en
el sector católico del Cementerio Universal de la ciudad.
En medio de una atmósfera de cooperación
cívica / religiosa surgió, ya elevada la pujante villa de Barranquilla al
estatus de ciudad el 7 de octubre de 1857, un joven médico barranquillero
recién llegado de sus estudios en Francia, llamado Eusebio de la Hoz, que se
reunió en 1867 con otros residentes de la población, por fuera del ámbito Logial,
en la residencia de Eufracio Sánchez, para crear una sociedad civil “con el
objeto de ejercer la caridad como lo manda nuestra religión, practicando las
obras de misericordia”, la cual denominaron Sociedad Hermanos de la Caridad.
Esta nueva empresa se
concibió más como una agrupación de fieles católicos comprometidos con el bien
común que como una sociedad “paramasónica” cerrada. De hecho, el sacerdote
Carlos Valiente (párroco de Barranquilla desde 1882 y reputado constructor y
urbanista) llegó a desempeñarse como presidente de la SHC en 1890 sin ser Masón,
lo que demuestra que la Sociedad fue pensada para integrar a la ciudadanía
barranquillera en general, más allá de afiliaciones específicas, siempre que
compartieran su fin altruista.
La fundación de la SHC en 1867 sintoniza
con una tendencia más amplia del siglo XIX como fue la proliferación de
asociaciones de ayuda mutua y beneficencia laica en las ciudades en
crecimiento. Ante la debilidad o ausencia de instituciones estatales de
bienestar social, fueron grupos de ciudadanos los que asumieron tareas
caritativas, fundando en diversos países juntas de beneficencia, clubes cívicos
y sociedades de socorro, que buscaban paliar las necesidades de la población.
La SHC de Barranquilla se inscribe en ese espíritu, en virtud del cual sus
fundadores adoptaron una misión profundamente cristiana (practicar la caridad y
las obras de misericordia) desde una organización civil. Este carácter híbrido,
religioso en valores y laico en estructura, permitió que la SHC actuara como
puente entre la Iglesia y la sociedad civil.
A partir de la emergencia sanitaria y la
angustia ocasionadas por el cólera, los barranquilleros buscaron consuelo en la
religión y soluciones prácticas para evitar repetir semejante desastre. Y siguiendo
políticas públicas, se vieron obligados a planear la construcción de un
hospital más amplio y una nueva necrópolis alejada del casco urbano. La SHC
vendría precisamente a ocuparse de esas tareas. Puestos manos a la obra, sus
integrantes solicitaron y obtuvieron ayudas y donaciones para llevar a término
los siguientes proyectos:
1) Una iglesia católica dedicada a
Nuestra Señora del Rosario, al norte de la ciudad (en las cercanías del Barrio
Abajo), la cual actualmente pertenece a la Diócesis de Barranquilla. El 9 de
enero de 1882, la SHC, presidida entonces por José de la Rosa, nombró una junta
de quince miembros con el fin de recolectar fondos para construir, en un lote
donado por doña Hilaria Blanco, un templo dedicado a la Virgen María bajo la
advocación de Nuestra Señora del Rosario. Esta iniciativa estaba en armonía con
una tradición piadosa que la SHC había fomentado por la que cada mes de
octubre, los Hermanos de la Caridad organizaban una procesión hasta la casa de
la donante, en donde se oficiaba misa y se veneraba la imagen de la Virgen del
Rosario. La construcción de la iglesia comenzó en 1892 y años después se
convirtió en la parroquia de ese sector de la ciudad.
2) Un “Cementerio Universal”, inaugurado
en 1869 en un terreno adjudicado por la Asamblea del Estado Soberano de Bolívar
en las afueras de la ciudad. El propósito de este nuevo cementerio era
clausurar, reemplazar y unificar al antiguo Camposanto parroquial desbordado por la pandemia del colera (que fue fundado en un corral de cerdos en
1808 tras una epidemia de viruela que desbordó la
capacidad de enterramiento junto a la iglesia de San Nicolás), con un pequeño
cementerio para judíos inaugurado en 1850. De entrada, se dividió la nueva necrópolis
en tres sectores religiosos: católico al centro, judío sefardita al sur, y
protestante y otras religiones o “sectas” al norte. A su vez, dentro de cada
sección se separaron los lotes según la clase socioeconómica del difunto, reflejando,
incluso en la muerte, la estratificación social de la época.
En cuanto se refiere a la Masonería, el
7 de agosto de 1873 la Logia “El Siglo XIX” realizó en este nuevo cementerio la
primera ceremonia pública de Honras Fúnebres Masónicas de la ciudad, con motivo
del fallecimiento del Hermano José González Rubio, cuyo cortejo evidenció la
integración de rituales Masónicos en la vida pública local. Durante algo más de
dos décadas, el Cementerio Universal funcionó como lugar único de enterramiento
compartido por católicos, judíos y protestantes, en una convivencia poco común
en el siglo XIX colombiano. Sin embargo, después de 1886 la jerarquía católica
cambió de postura y en 1915 inauguró el cementerio católico “Calancala”, y desde
entonces los Masones, protestantes y judíos fueron excluidos de los cementerios
católicos oficiales, marcando el fin de la tolerancia religiosa en materia
funeraria.
Aunque la tradición local suele
presentar al Cementerio Universal como una iniciativa de caridad ciudadana de
la SHC, en realidad su fundación en 1869 respondió a una decisión oficial de la
Asamblea del Estado Soberano de Bolívar, ejecutada operativamente por la
Sociedad Hermanos de la Caridad. De tal manera, que esta no fue la impulsora
originaria del proyecto, sino la entidad encargada de materializar una
disposición estatal destinada a resolver la crisis sanitaria, urbanística y
funeraria que había dejado al descubierto la epidemia de cólera y el
agotamiento que le produjo al Camposanto de la urbe.
3) Un “Hospital de Caridad”, inaugurado
en 1876 que es el antecedente del actual Hospital General de Barranquilla. La
SHC gestionó la construcción de este hospital y luego lo donó a la Congregación
de las Hermanas de la Caridad Dominicas de la Presentación de la Santísima
Virgen (orden fundada en 1696 en Sainville, Francia). Para cuando se entregó la
institución, dicha congregación estaba dirigida en Barranquilla por la madre
francesa Marie Saint Victor, conocida cariñosamente por la ciudadanía como
“Madre Víctor”, quien asumió la administración del hospital y salvaguardó sus
valores de servicio cristiano. Hoy este centro médico es un establecimiento
oficial, propiedad del Distrito Especial, Industrial y Portuario de
Barranquilla, pero el recuerdo de sus orígenes filantrópicos perdura en su
nombre y legado.
Paralelamente, la SHC ofreció a la
ciudad una publicación quincenal de carácter religioso y moral, titulada “El
Misionero”, que circuló entre octubre y diciembre de 1870. Era un boletín
modesto de cuatro páginas y formato de cuartilla, que solo alcanzó cinco
números, en los cuales se difundían enseñanzas de la doctrina cristiana y se
promovía la caridad y las buenas costumbres. Aunque efímera, esta revista dejó
entrever el espíritu devoto y a la vez cívico de los barranquilleros de finales
del siglo XIX, quienes buscaban instruir moralmente a la población e inspirarla
en el cumplimiento de deberes religiosos y ciudadanos.
Con todo y la importancia indiscutible
de sus obras, la Sociedad Hermanos de la Caridad no dejó de estar atravesada
por los límites propios de una beneficencia decimonónica profundamente
paternalista, en la que la ayuda se concebía más como ejercicio moral de las
élites piadosas que como reconocimiento de derechos sociales, y en donde la
ciudadanía popular aparecía sobre todo como objeto de compasión. Desde sus
primeros años, la dirigencia de la SHC organizó el Cementerio Universal de
manera tal que las tumbas reflejaran explícitamente la estratificación social
de la ciudad, reproduciendo en la muerte las diferencias económicas, sociales,
religiosas y de estatus que separaban a las familias barranquilleras en la vida
cotidiana. Aunque la memoria local insiste en asociar la SHC directamente con
la Masonería, lo cierto es que no existen evidencias concluyentes de que sus
fundadores, directivos y miembros durante el siglo XIX fueran Masones. Más bien, se trató
de una agrupación cívica / religiosa de inspiración católica en la que habrían
participado algunos Masones a título individual, pero que nunca funcionó como
una extensión de las Logias. En este sentido, su legado, aun siendo valioso,
debe leerse dentro de una cultura de beneficencia que mitigó el sufrimiento sin
buscar transformar las estructuras sociales que lo generaban.
EPÍLOGO
La Masonería de Barranquilla en el siglo
XIX, como hemos visto, no fue un fenómeno aislado ni meramente ceremonial. Se
desarrolló en íntima interacción con el entorno social, político, cultural y
económico de la época, tanto a nivel local como en conexión con corrientes más
amplias. A través de sus Logias los Masones barranquilleros contribuyeron a la
transformación de su ciudad, fundaron instituciones educativas, sanitarias y
filantrópicas, apoyaron la modernización comercial y practicaron la tolerancia
religiosa en una sociedad tradicional. Al mismo tiempo, encarnaron los ideales
universales de la Orden Masónica, adaptándolos a la realidad caribeña
colombiana.
La historia de la Masonería
barranquillera en el siglo XIX es, pues, un capítulo singular dentro del
mosaico Masónico latinoamericano. Uno en donde las Logias fueron a la vez
talleres de virtudes cívicas, cenáculos de fraternidad sin fanatismos y motores
del progreso comunitario. En la síntesis de fervor católico y liberalismo
moderado que caracterizó a estos Masones, encontramos una clave para entender
el talante de Barranquilla en aquella centuria como una ciudad abierta al
mundo, amante de la libertad, pero amiga de la concordia, en donde el compás y
la escuadra dejaron huellas imborrables en sus instituciones y en su memoria
colectiva.
Al mirar el camino que va desde el 1813
en que Barranquilla tuvo su primer contacto con un Masón hasta el final del
siglo XIX, se hace claro que la Masonería local acompañó la transformación de
un fondeadero modesto en un puerto decisivo. Y así, del mismo modo en que un
día la ciudad recibió a un joven Masón en tiempos inciertos, las Logias
barranquilleras brindaron a la comunidad herramientas reales para su
crecimiento. Demostrando a las futuras generaciones que la Masonería sirve
mejor cuando se integra al progreso de la sociedad que la rodea.


