Antes de la llegada de Colón a Latinoamérica existían muchas culturas. Quizás las más conocidas son las de lenguas maya, náhuatl (de los aztecas) y quechua (de los incas), y es una verdadera pena que muy poca literatura de estas civilizaciones haya sobrevivido a la barbarie de la colonia y la conquista.
No fue hasta 1609 en que un mestizo, hijo de un noble extremeño y de una princesa Inca, nacido en Cuzco, Perú, bautizado como Gómez Suárez de Figueroa, y mejor conocido como el Inca Garcilaso de la Vega, “Príncipe de los escritores del nuevo mundo", publicara en Lisboa, Portugal, una obra con el título de “Comentarios Reales de los Incas”, para que se diera inicio formal a lo que hoy denominamos Literatura Latinoamericana. El contenido del libro era reivindicatorio de la civilización Inca, y se inicia con su mito originario culminando con la conquista de los españoles al Tahuantinsuyo.
En adelante, y durante casi dos siglos nuestra literatura penduló entre la exaltación del carácter caballeresco de la conquista, el arrebato filosófico de lo indígena y la proclama revolucionaria. Llegado el Romanticismo y la Masonería de Europa a finales del XVIII, ya comienzan a aparecer Masones en la literatura latinoamericana.
En mi país, por ejemplo, la primera novela colombiana la publica el Masón Juan José Nieto Gil en 1844, bajo el título “Ingermina o la Hija de Calamar”, en la que bajo el telón de fondo de la dura resistencia de los indios Calamares a la colonización española, se cuenta la historia de amor entre un hermano del conquistador madrileño Pedro de Heredia y la princesa Ingermina, moviéndose entre lo caballeresco y lo poético de la conquista y lo indígena. La segunda novela en mi país es del mismo autor de un año más tarde y se titula “Los Moriscos” y es algo más ajena a nosotros ya que narra las vicisitudes de una familia mora expulsada de España a raíz del Decreto de 1609. Ambos relatos son de corte histórico y al parecer se inspiraron en los escritos de Walter Scott.
Igualmente el Masón Jorge Isaac, que era ante todo un poeta, publicó en 1867 “María”, que tuvo un éxito inmediato en toda Latinoamérica. En la obra se narra la historia trágica de los amores de María y su primo Efraín. La trama es sencilla: Efraín parte a la capital a seguir sus estudios dejando a su prima de la que se ha enamorado. Seis años después regresa y vive un romance de tres meses con ella, antes de partir para Londres. Dos años más tarde vuelve solo para enterarse de que María ha muerto y se va de la comarca si rumbo fijo. Es un relato paisajista que recuerda a Edgard Allan Poe.
Latinoamérica no ha sido tan fecunda como Europa en escritores y poetas que han pasado por la Masonería. Lo nuestro ha sido principalmente, durante algo más de un par de siglos, las luchas por la independencia, el discurso jacobino que le siguió y la acción liberal partidista posterior.
No obstante, podemos vanagloriarnos de haber contado en nuestras columnas Logiales con Masonas y Masones de la talla los Premios Nobel de Literatura Gabriela Mistral y Rubén Darío, además de Andrés Bello, Leopoldo Lugones, José Martí, Jorge Isaac, Etc.
No significa esto que no encontremos y oigamos con devoción, aquí y allá, poetas espontáneos, con más emoción lírica que técnica literaria, que nos declaman textos propios y ajenos muy sentidos acerca de los símbolos o sobre su pertenencia a la Orden. Estos poetas y poesías suelen adornar las Tenidas de Masticación o los eventos Masónicos galantes. Y podríamos afirmar que están más en la línea de “Mi Logia Madre” de Rudyard Kipling, que de “Al Maestro que se Va” de Antonio Machado.
Una característica de nuestros escritores famosos latinoamericanos es que en muy raras ocasiones se refieren a la Masonería y/o a su doctrina en forma manifiesta, ya sea en prosa o en verso, aunque en muchas de sus obras nos queda claro que el mensaje central de sus escritos es coherente con el histórico de la Orden en la región. Ahí nos reconocemos en ellos.
Pero nunca será a la manera explícita que rodea a Pierre Bezújov, el personaje de “Guerra y Paz”, de León Tolstoi, en donde sin mayores tapujos el escritor se refiere a su relación con su Logia y a las luchas que desde allí se propulsan para adelantar profundas reformas sociales, liberar esclavos y tierras, construir escuelas y hospitales, en una aspiración permanente de progreso.
En eso nos parecemos más los Masones Latinoamericanos a la Masonería rusa del XIX, que a la Masonería que describe Dan Brown en el “El Símbolo Perdido”, que vende la idea estrafalaria de que los Masones protegemos un poderoso secreto, que de conocerse podría cambiar el rumbo del mundo.
Hoy en día, la literatura ha cedido mucho espacio a la hora del ocio. La televisión, la radio, los videojuegos, los periódicos y las revistas en papel o virtuales, la han relegado a un segundo plano. La Masonería, también ha retrocedido antes nuevas formas societarias que atraen a hombres y mujeres libres y de buenas costumbres para construirse entre sí, con absoluta libertad de conciencia, sin exclusiones y sin una especie de rito de paso un poco recargado que implicaría un antes y un después de ampliación de la conciencia y de identidad social.
Mario Vargas Llosa, en una conferencia en el año 2001, recordaba que a Jorge Luis Borges le irritaba que le preguntaran “¿Para qué sirve la literatura?”. Nosotros los Masones hemos oído muchas veces esa misma pregunta referida a la Masonería, proveniente de contextos que acostumbran a medir las cosas por su utilidad práctica y no asumen la construcción del ser humano y de su entorno social en términos de libertad como algo pragmático.
Sin embargo, es un hecho incuestionable que las librerías siguen llenas de lectores, y la Masonería cada día inicia más hombres y mujeres interesados en sus imaginarios, dramas y método de construcción.
Y como sucede con los libros, cada Logia tiene su persona que le cuadra. Cuando nos equivocamos lo dejamos y ya está. Y cuando nos sentimos fascinados con ellos, lo incorporamos a nuestra vida.