Por Iván Herrera Michel
A principios de 1824 España y sus
antiguas provincias eran un verdadero galimatías de confabulaciones y todavía
faltaban varios meses para que en los Andes peruanos se librara la batalla que
selló definitivamente la independencia de la Sudamérica española.
En aquellos días, las intrigas
hispánicas estaban siendo reemplazadas rápidamente por un hervidero de complots entre los independentistas, Europa se enfrentaba a sus propios fantasmas, las
tropas que debían restablecer el orden imperial español se habían varado en
España y el caudillismo en el Nuevo Mundo estaba desbordado.
Así las cosas, en Caracas, Venezuela (a semejanza de Brasil, en donde tres Logias fundaron el 17 de junio de 1822, en Rio de Janeiro, el Gran Oriente de Brasil), el
21 de abril de 1824 se comenzó a soñar con una Obediencia Masónica que
finalmente fue fundada el 16 de mayo e instalada el 24 de junio del mismo año
con el nombre de Gran Logia de Colombia, que funcionó cuatro años hasta que
desapareció para siempre en cumplimiento de un Decreto que expidió el General
Simón Bolívar el 8 de noviembre de 1828, luego de sobrevivir a un atentado
contra su vida un mes y medio antes. El abogado y coronel venezolano Diego
Bautista Urbaneja pasaría a la historia como el primer Gran Maestro nacido en la América española y el único que presidió la primera Obediencia fundada allí.
Para esos momentos ya estaba
materializada la quimera que un Congreso en Angostura había concebido cinco
años antes, de crear un nuevo país llamado República de Colombia que uniera a
los entonces Virreinato de la Nueva Granada y Capitanía General de Venezuela, y
se habían sumado al proyecto Panamá, la Real Audiencia de Quito y el Gobierno
de Guayaquil para formar un inmenso estado multiétnico de 2.5 millones de
kilómetros cuadrados poblado por 2.5 millones de habitantes, de los cuales 102
mil eran esclavos y el 20 por ciento indígenas, dedicados principalmente a la
agricultura, y con las finanzas en el peor estado posible por
los costos de la guerra.
No obstante, pese a la ilusión
integracionista, poco más de una década duró la república inventada en
Angostura antes de que un huracán secesionista la desmantelase por completo. La
separación de Venezuela y Ecuador en 1830 y la incapacidad de reconciliarse de
sus fundadores le dieron el golpe de gracias para terminar por disolverse, sin
pena ni gloria, al año siguiente y consolidar el nacimiento de tres nuevas
naciones. En 1863 y 1898 hubo un par de tendencias reunificadoras que no
prosperaron. Lo mismo sucedió con los Masones: nunca más volvieron a trabajar
unidos.
Desaparecida la República de Colombia, e
impulsados por los mismos vientos separatistas de las sociedades en que vivían,
los Masones venezolanos crearon la Gran Logia de Venezuela en Caracas el 22 de
septiembre de 1830, los colombianos el Gran Oriente y Supremo Consejo
Neogranadino en Cartagena de Indias el 19 de junio de 1833, y los ecuatorianos
quedaron en gran medida bajo la jurisdicción de la Masonería peruana. Y a pesar de una mitología creada ex profeso
para regalarse una historia que no se posee, la única realidad es que la Gran
Logia de Colombia de 1824 abatió columnas en 1828 sin dejar descendencia alguna
en ninguno de los tres países.
Han transcurrido doscientos años desde
aquella efímera existencia Obedencial, y, como todo acontecimiento histórico,
su recuerdo ofrece una oportunidad para reflexionar sobre los caminos que ha
recorrido la Masonería y las maquinaciones internas que nos enfrentan, recapacitar sobre las políticas
separatistas que todavía azotan la región por imposición foránea, y examinar la
importancia de los valores Masónicos para la formación de la identidad republicana de
nuestras naciones.
Lo que implica, a todas luces, una
celebración significativa que invita a meditar sobre los referentes a los que
realmente somos leales cuando nos definimos como Masones y votamos en nuestras
elecciones internas.