Por Iván Herrera Michel
La Masonería es uno de esos fenómenos discretos que nacen en lugares pequeños y terminan extendiéndose, casi sin proponérselo, como una red que abraza continentes enteros. Lo que en Londres comenzó como un germen de sociabilidad ilustrada pronto abrió sus puertas a todos los hombres libres (y más adelante también a mujeres), trascendiendo credos, fronteras y clases sociales. Desde el principio tuvo mucho de laboratorio moderno, un lenguaje de símbolos, alegorías que cada cultura interpretó a su manera, y un método de construcción humana sostenido en la voluntad de quienes, siendo libres, decidieron ejercitar la fraternidad, la virtud y la libertad de conciencia.
En Inglaterra, cuna de este camino, la organización de las Logias respondió al pragmatismo de un imperio que pensaba en términos de puertos, guarniciones y comercio. El modelo era sencillo, de talleres pequeños, autónomos y fáciles de replicar, y no sorprende que en 1813, con la unión de Modernos y Antiguos, se consolidara un sistema conservador, masculino y centralizado, donde política y religión quedaban fuera.
Francia, por su parte, eligió otro rumbo, y allí las Logias se convirtieron en foros de debate y en laboratorios republicanos. Desde que el Gran Oriente proclamó en 1877 la libertad absoluta de conciencia, la Masonería francesa asumió un papel crítico, laico y transformador. En el resto del continente Alemania fantaseó con los templarios, Escandinavia tiñó de luteranismo al Rito Sueco, e Italia convirtió sus templos en trincheras de la unificación. Cada país, sin excepción, glocalizó los ritos a su manera, y en ello radica parte del secreto de su vigencia.
América fue un terreno fértil para la reinvención, y en Estados Unidos, la exclusión racial de 1784 dio origen al fenómeno Prince Hall, matriz de una tradición afrodescendiente aún viva. En Canadá, las Logias tendieron frágiles puentes entre anglófonos y francófonos. México bajó la pugna de escoceses y yorkinos al terreno electoral. Y en el sur, de Chile a Brasil y en todo el Caribe, los talleres acompañaron el nacimiento de las repúblicas, unas veces como banderas de ciudadanía y otras como resistencia frente al poder eclesiástico. En cada uno de estos contextos, los ritos se transformaron, adoptando los acentos políticos y culturales de la región.
África y Asia recibieron la Masonería con las huellas del colonialismo, y, por ejemplo, en Sudáfrica se impregnó de las divisiones del apartheid, pero en el Magreb surgieron obediencias vinculadas al Gran Oriente de Francia que se atrevieron a hablar de laicidad y modernidad. En Asia, cada país marcó su compás. India fundó su Gran Logia en 1961, Japón en 1957, Filipinas en 1917, Israel en 1953. Turquía, siempre oscilante, abría y cerraba Logias en función de sus tensiones internas. Allí también los ritos se glocalizaron y en algunos casos se vistieron de republicanismo, en otros de religiosidad nacional, y en otros simplemente de prudencia política.
En Oceanía, las primeras Logias llegaron hacia 1820 y, de hecho, Australia y Nueva Zelanda consolidaron sus Grandes Logias nacionales en el siglo XIX, y Tahití vivió la curiosa convivencia de talleres ingleses y franceses que, aun compartiendo símbolos, glocalizaron sus prácticas en competencia abierta por la influencia.
El resultado de este recorrido no es una institución homogénea, sino un mosaico de experiencias locales que compartían un mismo lenguaje simbólico, pero diferían en cuestiones esenciales como la política, la religión, la libertad de conciencia y el reconocimiento mutuo. Esa diversidad, lejos de ser un problema, fue la fuerza que la mantuvo viva.
Tres factores hicieron posible la expansión, que son la Logia como célula flexible y replicable, los símbolos constructivos comprensibles en toda cultura, y las redes de confianza que tejían sus miembros. A ello se sumó la vieja promesa ilustrada de fraternidad universal y de perfeccionamiento humano.
La glocalización fue una constante, y en México los ritos se volvieron banderas políticas, en India, la independencia nacional halló eco en la independencia Masónica, en Cuba, las Logias fueron refugio de patriotas, y en América Latina y el Magreb la libertad de conciencia se tradujo como versión local de un ideal universal. En todos esos casos, los ritos no viajaron intactos y se glocalizaron al contacto con cada pueblo, y en ese movimiento encontraron nuevas formas de permanencia.
La glocalización también se manifestó en la arquitectura de las Logias, que nunca fueron copias exactas de un modelo europeo, sino adaptaciones a los materiales, climas y tradiciones constructivas de cada región. En el Caribe, por ejemplo, muchas Logias se levantaron con techos altos y ventilación cruzada para resistir el calor húmedo, en México y los Andes se incorporaron patios y elementos de piedra propios de la tradición local, en África y Asia, las Logias se vistieron con colores y símbolos que dialogaban con el entorno cultural. Y así, el lenguaje universal de columnas, mosaicos y orientaciones se entrelazó con lo particular de cada tierra, convirtiendo la arquitectura misma en un testimonio de la glocalización Masónica.
Por eso, más que un club inglés exportado o una conspiración planetaria, la Masonería fue (y continúa siendo) una sociabilidad moderna que viaja con comerciantes, soldados, marinos e intelectuales, reinventándose en cada rincón. Su vitalidad nace de esa tensión fecunda entre lo global y lo local, entre el orden anglosajón, la apertura continental y la creatividad de cada cultura.
Y cada vez que vuelvo a pensar en ello, regreso mentalmente a aquella Logia samaria, en donde comprendí que la Masonería es, en esencia, una conversación universal que solo adquiere sentido cuando se encarna en la voz concreta de cada comunidad.
Quizá esa sea la razón de su persistencia de un ideal universal que solo existe cuando se concreta en lo local, y tres siglos después, los símbolos de los constructores siguen viajando y adaptándose a los nuevos desafíos, y entre tradición y cambio permanece vivo el secreto de su expansión.