viernes, 14 de noviembre de 2025

CUATRO DÉCADAS DE CISMA MASÓNICO. LOS NUEVOS LIDERAZGOS TIENEN LA PALABRA

Por Iván Herrera Michel
                 
Durante casi medio siglo la Masonería colombiana ha vivido una parcelación que la ha golpeado sin escrúpulos y que debería bastar para enseñarnos que ningún pleito vale más que un abrazo fraternal, y que la Orden debe ser un espacio sin ruidos profanos.
                     
En 1983, mientras la nación se debatía entre la violencia y el desconcierto, la Masonería colombiana sufría una implosión dolorosa que aún deja cicatrices. Eran tiempos difíciles en los que el país acababa de estremecerse con un terremoto en Popayán que dejó 267 muertos, 7.500 heridos y más de 5.000 familias damnificadas, un volcán sepultó a un pueblo entero con un saldo de muertos tres veces mayor que el que produjo el Vesubio a Pompeya,  las calles se llenaban de marchas populares y de duelos, el narcotráfico buscaba violentamente un sitio en la historia y la fe en las instituciones se resquebrajaba. Los años 80s fueron una década brutal de violencia extrema y terrorismo, las explosiones en las calles eran rutina, las masacres y los magnicidios abrían los noticieros, (entre ellos los de 4 candidatos y un ex candidato a la presidencia además de un Ministro de Justicia y el Procurador General de la Nación), la toma y retoma del Palacio de Justicia produjo un infernal holocausto, y el secuestro masivo de 14 embajadores durante dos meses le puso hasta al Vaticano los nervios de punta.
                 
En ese ambiente tenso, también en la Masonería, que había sido un refugio de civismo, reflexión y modernidad, la polarización se extendió a todos sus niveles, y se terminó repitiendo dentro de sus templos la misma dinámica de antagonismos, violencia verbal y exclusiones que desfiguraba al Estado. Su fractura fue, en cierto modo, un espejo de la grieta nacional.
                  
Todo comenzó con una disputa dentro del único Supremo Consejo del Rito Escocés Antiguo y Aceptado que existía en Colombia. Aquel diferendo, surgido al calor de un certamen electoral, terminó siendo el detonante de un cisma que se extendió y convirtió la elección de un Soberano Gran Comendador en un drama nacional. A partir de allí, lo que era vocación de servicio se transformó en hambre de poder y lo que empezó como un enfrentamiento entre candidatos acabó por causar un daño inmenso e irreparable a toda la Masonería colombiana. En esa misma década en la que los partidos políticos perdían autoridad y la gente dejaba de creer en los discursos, también la Masonería corrió la misma suerte. Los liderazgos se contaminaron con la lógica de la rivalidad personal, el ego se disfrazó de virtud, la autoridad se confundió con el mando y los cabecillas de la confrontación, en campañas beligerantes y clientelistas, les pusieron los guantes de boxeo a los Grandes Maestros y estos, contagiados con las nuevas pasiones, se los colocaron a los Venerables Maestros y a los Hermanos de a pie, y entonces ardió Troya.
                 
Recuerdo bien aquel año 1983 porque fue el de mi iniciación. Desde entonces he sido testigo de los odios, los insultos y los silencios entre Masones. Vi rostros que se evitaban, saludos que se congelaban y Hermanos que se negaban la palabra. Vi a Masones y familias enteras aconsejar a sus hijos que no se iniciaran en las Logias para evitarles el clima enrarecido que allí se respiraba. Y todavía veo, con tristeza, a quienes amenazan con expulsar al Hermano que trata como Hermano a otro que acaba de conocer o visita su Logia. Ninguna institución que olvida su sentido humano puede sobrevivir indemne y la Masonería colombiana sigue pagando la factura de haberlo hecho.
                  
En Barranquilla, Cali, Bogotá, Santa Marta, Etc., las disputas por la propiedad del patrimonio material del Supremo Consejo y las Grandes Logias llegaron a los tribunales profanos, ante el estupor de los funcionarios judiciales que no entendían como los Masones se atacaban con tanta furia, y con el tiempo comprendí que aquella fractura no se trataba solo de inmuebles ni de cuentas bancarias ni de registros legales, sino de algo más profundo que la ambición material, de Grados y de cargos. Eran los ruidos profanos nacionales ingresando atropelladamente en la Masonería y el reflejo mismo del espíritu de una nación que empezaba a dividirse entre ganadores y perdedores, en donde el pragmatismo erosionaba las viejas solidaridades. En los templos ocurrió igual, y cuando la fraternidad se quebró nada volvió a ser como antes y la Masonería colombiana perdió su rostro decente en una lucha en donde nadie ganó y la Orden ha extraviado algo muy valioso de sí misma.
                       
En su momento, los dos grupos enfrentados decretaron expulsiones con el tono de los jueces infalibles y manipularon actas y sellos creyendo que la legalidad bastaba para sustituir la virtud. Nadie salió ileso y la institución vio disminuir su prestigio ante sí misma y ante una sociedad que la había conocido como ejemplo de honor y pensamiento ilustrado. Las divisiones no solo fragmentaron la autoridad del Rito Escocés, sino que debilitaron la voz institucional de la Masonería ante el Estado y la sociedad civil. En los foros desaparecieron los discursos sobre educación, el estado y las ciencias sociales, y los templos, antes escuelas de ciudadanía, se transformaron en espacios de rivalidad. Lo que debía ser una red de fraternidad terminó como una confederación de recelos en donde ambos bandos cargan el mismo peso moral por la manera desproporcionada en que arrollaron los principios que juraron defender.
                     
Por su lado, la libertad de conciencia fue constreñida por listas de amigos y enemigos, la igualdad imposibilitada por sanedrines en donde se decidía quién era Hermano y quién no lo era. La verdad se deformó a gusto y la fraternidad se utilizó para exigir obediencia. Circularon pasquines anónimos escritos desde ambos bandos, redactados con veneno, enviados a las casas sin remitentes, que mancharon nombres y sembraron odio en donde debía haber respeto. Nada muestra mejor el exceso que aquellas expulsiones sin juicio, aquellas suspensiones sin causa justa y aquellos vetos que hicieron del mallete un bastón de mando personal. La discreción pública, que siempre había sido un escudo, se convirtió en ruido profano y el ruido en descrédito. Muchos se alejaron cansados de la tensión. Otros eligieron el silencio, dejando templos vacíos, columnas sin eco y bibliotecas que esperaban lectores que ya no volvían. Esa imagen cada vez más frecuente de las sillas vacías y los quórums frágiles es quizá la metáfora más triste de lo que ocurrió cuando el deseo de poder se impuso al espíritu de la obra, mientras todavía hay quienes solo esperan la presencia de un mal Hermano en otra Obediencia para proclamar por todos los medios a su alcance que en esa Gran Logia todo está torcido.
                        
Mientras los unos invocaban la regularidad como látigo y los otros las tradiciones como armadura, la fraternidad se sacrificó en el altar de los metales, la justicia se redujo a venganza, la palabra fraternidad se volvió hueca y la discreción se transformó en rumor malintencionado. Con los años, la crisis dejó de ser episodio y se volvió una herida permanente, y aunque los protagonistas de aquella ruptura ya casi no están (apartados de las Logias por la fatiga, la edad o haber pasado al Oriente Eterno), el hábito del desencuentro se transmitió como un eco obstinado.
                       
Y Colombia siguió creciendo. En 1983 el país tenía unos veintisiete millones de habitantes y hoy son algo más más de cincuenta y tres millones. Sin embargo, la membresía Masónica se redujo a una tercera parte. La Orden, que durante buena parte del siglo XX fue referente de civismo y pensamiento ilustrado, perdió presencia y voz en la vida nacional. Esa paradoja, más colombianos y menos Masones, revela el desgaste profundo que el cisma dejó tras de sí. Una fraternidad que buscaba construir ciudadanía terminó viéndose como una república dividida, enredada en sus propias distancias internas.
                           
Y, sin embargo, con el paso del tiempo, nuevas columnas comenzaron a levantarse en silencio. En Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, Pereira, Manizales y otras ciudades, aparecieron Logias mixtas y progresistas que entendieron que la igualdad y la justicia no son temas profanos, sino el corazón mismo del trabajo iniciático. Allí, Masones y Masonas trabajan hombro a hombro recordando que la fraternidad no tiene género y que la libertad de conciencia es la primera piedra de todo templo. Estas Logias, en su diversidad, han devuelto al paisaje Masónico colombiano un aire de esperanza que contrasta con una Masonería masculina que utiliza la presencia de las Masonas como un motivo más para la división.
                         
Es una apertura que coincidió con el ascenso de las mujeres en la vida pública, con los nuevos lenguajes de la diversidad y con una ciudadanía que aprendía a hablar de inclusión. Es una forma de renacer la acacia, y con ella, una generación de Masones más jóvenes, menos dogmáticos y más conscientes del valor de la palabra. Son talleres en donde se conversa con libertad, en donde se estudian las ciencias sociales y en donde el símbolo recupera su sentido constructivo, y no mágico.
                
Hoy por hoy, el trabajo iniciático, no siempre fácil, de los actuales dirigentes y Masones de a pie requiere pausa, sensatez, autocrítica y humildad frente a la responsabilidad. El desafío de esta época es desarmar los muros del pasado y resistir las tentaciones del presente. La Masonería colombiana tiene la oportunidad de revitalizarse si logra unir la memoria con la conciencia, la tradición con la crítica y la discreción con la palabra responsable.
                        
Después de haber visto más de lo que hubiera querido ver, creo que llegó el momento de hablarle con el corazón a quienes vienen detrás. Cuarenta y dos años después de aquella implosión que desgarró a la fraternidad, lo que queda es volver a encender la luz, volver a entender que la fraternidad se construye con valentía, con las manos, con la palabra y con el ejemplo, y asumir de una vez por todas que ya es hora de tratarnos como Hermanos.
                                 
Porque si algo he aprendido después de tanto tiempo es que ningún Grado, ningún cargo y ninguna Logia valen más que un abrazo fraternal sincero. Al fin y al cabo, desde las Constituciones de Anderson de 1723, los Masones están obligados a ser hombres de honor y probidad, sean cuales fueren las diferencias que entre ellos existan