jueves, 24 de abril de 2025

FRANCISCO LLEGA AL CIELO CON EL MATE BAJO EL BRAZO

 Por Iván Herrera Michel
 
Lo cierto, es que al Papa Francisco no le organizaron en el cielo una encantadora reunión de bienvenida.
 
En un salón decorado con columnas, incienso suave, vino de la Toscana, una mesa de billar y un televisor, que llamaban entre risas, "El purgatorio VIP", sentados en un sofá largo con bordes dorados y rojos, lo esperaban los últimos cinco Papas que le precedieron: el reformista Juan XXIII, el equilibrista Pablo VI, el breve Juan Pablo I, el rockstar Juan Pablo II y el frio y doctrinario Benedicto XVI. Todos vestidos de blanco y cada quien con su propio estilo: había con sandalias rojas, con birrete, con crocs, y uno con unos zapatos alemanes perfectamente lustrados como le enseñaron los militares en su niñez.
 
“¿Y entonces? ¿Cuándo llega el argentino?” - preguntó Juan Pablo I, el de la sonrisa eterna.
 
“Dale tiempo, dijo Pablo VI, seguro viene a pie. O en bicicleta. Uno nunca sabe con estos curitas de barrio”.
 
En ese momento, se abrió una nube corrediza y entró Francisco I, con maleta de lona, sus zapatos viejos, su mate, su cruz de hierro y una camiseta con el 10 de Argentina “¡Che!  ¿A quién hay que abrazar primero? Qué gusto verlos, viejos. ¿Cómo los trata la eternidad?", dijo en plan de gaucho, a lo Martín Fierro, sin besar anillos ni pedir bendición.
 
Juan Pablo II fue el primero en sobreponerse. El político carismático que llenaba estadios. Lo abrazó con afecto con esa sonrisa de "yo también pasé por esto", y murmuró algo sobre “tener que lidiar con el comunismo y con ciertos progresistas con ideas peligrosas” mientras le lanzaba una mirada de reojo a Juan XXIII, el Papa bueno.
 
Benedicto siguió sentado, impecable, como si la renuncia no le hubiera quitado ni un pliegue a su sotana. Saludó con un gesto breve con la mano y Francisco recordó los documentos sellados, y las sombras largas que venían desde los Legionarios. Solo le lanzó una mirada pícara de “tranquilo que tú sabías, y yo también”. Benedicto, sin inmutarse, deslizó: “No todos tienen el valor de renunciar cuando ven que el rebaño ya no obedece. Ni siquiera el Espíritu Santo”, mientras cruzaba los dedos.
 
Juan Pablo I, con su cara de “que conste que contra esto era lo que yo iba a firmar”, se limitó a asentir. Todos siempre han evitado el tema de su muerte exprés. Mejor dejar eso en el misterio, como los dogmas. Aunque, al escuchar las palabras de Benedicto, murmuró con ironía: “unos renuncian porque se cansan, y otros apenas si pudimos sentarnos en la silla. Yo pensaba que ser Papa era más como dar catequesis”.
 
Juan XXIII estaba más relajado, todavía con esa confianza ingenua en el "aggiornamento" bromeó con Francisco sobre abrir ventanas en las habitaciones cerradas por siglos. Francisco se río: “las abrí, pero alguien se encargó de poner rejas y con los aires nuevos solo entró el polvo”. Todos rieron, menos Pablo VI, que se mantenía en silencio, con ese aire de quien caminó sobre el filo de la navaja entre la renovación y el “mejor no tocar”.
 
Juan XXIII, aun sonriendo, le dijo: “Lo intentamos, pero entre los que querían dejarlo todo como estaba, y los que preferían mirar a otro lado, el aire no duró mucho.”
 
Y entonces, apareció Judas. Cero dramatismos. Saludó en confianza, se sirvió un expreso y se sentó como si tal cosa. Todos lo miraron, algunos incómodos, otros con resignación. “Bueno, ¿Y ahora qué? ¿A quién le toca cargar la culpa esta vez? Ya me están diciendo que a la Silla de San Pedro, deberían ponerle la Silla de Judas”
 
Francisco, que ya se había soltado la faja, preguntó por un vino mendocino y le dijo a Judas: “nos tocó a todos, viejo. Tú solo fuiste el primero en mostrar la fractura.” Luego añadió, con una media sonrisa mirando a Pablo VI: “Aunque algunos la taparon con encíclicas”.
 
Silencio. Un silencio denso, lleno de informes archivados, de reformas a medias, de declaraciones diplomáticas que olvidaron a la gente de a pie. Tampoco nadie mencionó - por pura cortesía pontifical - que en vida todos, en algún momento, habían condenado a los mismos: a los que amaban diferente, a los que pensaban libre y a los que se reunían en Logias.
 
Ahí estaban seis pontífices. Cuando Francisco mencionó a los migrantes, el hambre, la Amazonía y los curas con doble vida, el ambiente se tensó como una cuerda de violín. Benedicto hizo un gesto de resignación teológica. Juan Pablo II miró al cielo del cielo (también existe) con todo su conservadurismo teológico bien vendido. Juan XXIII se puso de pie.
 
En ese momento, Pablo VI suspiró. El mismo que había intentado modernizar sin romper nada, como quien quiere caminar sobre un campo minado. “No todo se arregla abrazando a los pobres – dijo - a veces también hay que leer a Santo Tomás. Te pasaste de populista”.
 
“¿Populista o pastoral?” - saltó Francisco, mientras se acomodaba en su silla -.” A veces también hay que leer el periódico. Al final, todos creímos que podíamos mover la piedra. Y resulta que la piedra es la institución. No me pidan lealtad a una institución. Pídanme, amor por los que sangran”, sentenció con ese tono de párroco que se ha peleado con el dogma y el Obispo, y ha perdido.
 
Benedicto XVI se aclaró la garganta como quien prepara una tesis en latín, pero al final solo dijo: “Has confundido misericordia con relativismo. El cielo no es una cooperativa. Yo cuidé la estructura, mientras otros jugaban al incendio”.
 
Juan Pablo I, el Papa de los 33 días, parecía el único genuinamente divertido con todo aquello. “Tranquilo - se dijo - en el fondo, Dios también tiene sentido del humor. Solo que no siempre lo publica”.
 
Judas sonrió pensando: “al menos yo no prometí cambiar el mundo en homilías para después negociar con los de siempre. Todos dijeron 'yo no fui' y yo fui el único honesto. Los vi llorar, pero nunca pedir perdón. Los políticos también escribieron su evangelio. Lutero tenía algo de razón y, por lo menos, ninguno es Masón como inventaron los Masones”
 
Mientras esto pasaba, allá abajo, en una Roma que parecía una superproducción de Hollywood, los cardenales libraban batallas por el trono y el altar, y estaban enfrascado en un Juego de Tronos cardenalicio. Había favoritos, rumores, apuestas y deslizaban chismes por debajo de la puerta. Como siempre. La Iglesia en modo campaña. Algunos rezaban, otros enviaban mensajes cifrados. Nadie confiaba en nadie, pero todos hablaban de unidad, de favoritos, de alianzas y rupturas, de candidaturas públicas y de otras mal disimuladas. Entretanto, el rebaño, fascinado como siempre, miraba la televisión esperando un pastor. Y, en el colmo del racismo, los medios propagaban la versión de que si elegían al negro el mundo se acababa.
 
Y así, en esa noche de Papas, se habló de fe, de poder y de ese extraño hábito muy humano de convertir todo lo sagrado en institución. Fue una noche larga. Judas brindó primero: “A la salud de la próxima Santidad que venga a arreglar este lío, y para que, entre tanto concilio, alguien alguna vez se parezca a Jesús”.
 
Francisco alzó la copa mirando a Benedicto: “Y que al menos tenga buen sentido del humor.” Y luego a Juan Pablo II añadiendo casi entre dientes: “Y que no tenga más ínfulas de rockstar que Madonna”.
 
Juan Pablo II, que bendijo estadios llenos y gobiernos vacíos, lo miró de reojo, y le dijo algo así como que estaba llevando la barca de Pedro por aguas agitadas, y Francisco, que sabe que las aguas turbias no siempre son culpa del remero, respondió con una sonrisa que se quedó en los ojos. Que es en donde se esconde la ironía de los que han visto demasiado.
 
Benedicto XVI, desde su trono académico de teología minuciosa, observaba al recién llegado como quien examina un libro mal editado, lleno de renglones torcidos y notas al pie que contradicen el texto principal, y murmuró, acaso sin quererlo, que la doctrina no se reescribe en las plazas de mercado ni con metáforas sobre ovejas y lobos, y Francisco, que se había gastado sus zapatos sin marcas caminando por las barriadas pobres de Latinoamérica, respondió que tal vez la doctrina, como el pan, también necesita amasarse con manos que no se lavan.
 
Y así, entre silencios densos, tensiones doctrinales, indirectas y reflexiones, los Papas se quedaron hablando de una Iglesia, de la que en dos milenios no se ha podido saber si es madre, empresa o castillo. Sin báculos ni coros, dejaron constancia de lo que nunca dijeron en los balcones, y de que los Masones y los gays seguirán siendo tema de homilías porque resulta más cómodo hablar de ellos que mirar el espejo.
 
Por último, levantaron sus copas y volvieron a brindar por el próximo Papa, y se rieron como nunca lo hicieron en vida, en una noche en que Judas sirvió el vino y los pastores, abstraídos, olvidaron a las ovejas mientras hablaban como dioses.
 
Y esta vez, Judas no brindó.

 

2 comentarios:

Ofelia dijo...

Excelente, cómo siempre, gracias

Francisco dijo...

¿Novela histórica o Crónica Vaticano? Vean el próximo capítulo; "La culpa es de... Judas". Muy bueno.