Por Iván Herrera Michel
En un salón decorado con columnas,
incienso suave, vino de la Toscana, una mesa de billar y un televisor, que
llamaban entre risas, "El purgatorio VIP", sentados en un sofá
largo con bordes dorados y rojos, lo esperaban los últimos cinco Papas que le
precedieron: el reformista Juan XXIII, el equilibrista Pablo VI, el breve Juan
Pablo I, el rockstar Juan Pablo II y el frio y doctrinario Benedicto XVI. Todos vestidos de blanco y cada quien con su propio estilo: había con sandalias rojas,
con birrete, con crocs, y uno con unos zapatos alemanes perfectamente lustrados
como le enseñaron los militares en su niñez.
“¿Y entonces? ¿Cuándo llega el argentino?” -
preguntó Juan Pablo I, el de la sonrisa eterna.
“Dale tiempo, dijo Pablo VI, seguro
viene a pie. O en bicicleta. Uno nunca sabe con estos curitas de barrio”.
En ese momento, se abrió una nube
corrediza y entró Francisco I, con maleta de lona, sus zapatos viejos, su mate,
su cruz de hierro y una camiseta con el 10 de Argentina “¡Che! ¿A quién hay que abrazar primero? Qué gusto
verlos, viejos. ¿Cómo los trata la eternidad?", dijo en plan de gaucho,
a lo Martín Fierro, sin besar anillos ni pedir bendición.
Juan Pablo II fue el primero en sobreponerse.
El político carismático que llenaba estadios. Lo abrazó con afecto con esa
sonrisa de "yo también pasé por esto", y murmuró algo sobre “tener
que lidiar con el comunismo y con ciertos progresistas con ideas peligrosas”
mientras le lanzaba una mirada de reojo a Juan XXIII, el Papa bueno.
Benedicto siguió sentado, impecable,
como si la renuncia no le hubiera quitado ni un pliegue a su sotana. Saludó con
un gesto breve con la mano y Francisco recordó los documentos sellados, y las sombras largas que venían desde los Legionarios. Solo le lanzó una mirada pícara
de “tranquilo que tú sabías, y yo también”. Benedicto, sin inmutarse,
deslizó: “No todos tienen el valor de renunciar cuando ven que el rebaño ya
no obedece. Ni siquiera el Espíritu Santo”, mientras cruzaba los dedos.
Juan Pablo I, con su cara de “que
conste que contra esto era lo que yo iba a firmar”, se limitó a asentir.
Todos siempre han evitado el tema de su muerte exprés. Mejor dejar eso en el misterio,
como los dogmas. Aunque, al escuchar las palabras de Benedicto, murmuró con
ironía: “unos renuncian porque se cansan, y otros apenas si pudimos
sentarnos en la silla. Yo pensaba que ser Papa era más como dar catequesis”.
Juan XXIII estaba más relajado, todavía
con esa confianza ingenua en el "aggiornamento" bromeó con
Francisco sobre abrir ventanas en las habitaciones cerradas por siglos.
Francisco se río: “las abrí, pero alguien se encargó de poner rejas y con
los aires nuevos solo entró el polvo”. Todos rieron, menos Pablo VI, que se
mantenía en silencio, con ese aire de quien caminó sobre el filo de la navaja entre
la renovación y el “mejor no tocar”.
Juan XXIII, aun sonriendo, le dijo: “Lo
intentamos, pero entre los que querían dejarlo todo como estaba, y los que
preferían mirar a otro lado, el aire no duró mucho.”
Y entonces, apareció Judas. Cero dramatismos.
Saludó en confianza, se sirvió un expreso y se sentó como si tal cosa. Todos lo
miraron, algunos incómodos, otros con resignación. “Bueno, ¿Y ahora qué?
¿A quién le toca cargar la culpa esta vez? Ya me están diciendo que a
la Silla de San Pedro, deberían ponerle la Silla de Judas”.
Francisco, que ya se había soltado la
faja, preguntó por un vino mendocino y le dijo a Judas: “nos tocó a todos,
viejo. Tú solo fuiste el primero en mostrar la fractura.” Luego añadió, con
una media sonrisa mirando a Pablo VI: “Aunque algunos la taparon con
encíclicas”.
Silencio. Un silencio denso, lleno de
informes archivados, de reformas a medias, de declaraciones diplomáticas que
olvidaron a la gente de a pie. Tampoco nadie mencionó - por pura cortesía pontifical
- que en vida todos, en algún momento, habían condenado a los mismos: a los que
amaban diferente, a los que pensaban libre y a los que se reunían en Logias.
Ahí estaban seis pontífices. Cuando
Francisco mencionó a los migrantes, el hambre, la Amazonía y los curas con
doble vida, el ambiente se tensó como una cuerda de violín. Benedicto hizo un
gesto de resignación teológica. Juan Pablo II miró al cielo del cielo (también
existe) con todo su conservadurismo teológico bien vendido. Juan XXIII se puso
de pie.
En ese momento, Pablo VI suspiró. El
mismo que había intentado modernizar sin romper nada, como quien quiere caminar
sobre un campo minado. “No todo se arregla abrazando a los pobres – dijo - a
veces también hay que leer a Santo Tomás. Te pasaste de populista”.
“¿Populista o pastoral?” - saltó
Francisco, mientras se acomodaba en su silla -.” A veces también hay que leer
el periódico. Al final, todos creímos que podíamos mover la piedra. Y resulta
que la piedra es la institución.
No me pidan lealtad a una institución. Pídanme, amor por los que sangran”,
sentenció con ese tono de párroco que se ha peleado con el dogma y el Obispo, y
ha perdido.
Benedicto XVI se aclaró la garganta como
quien prepara una tesis en latín, pero al final solo dijo: “Has confundido
misericordia con relativismo. El cielo no es una cooperativa. Yo cuidé la
estructura, mientras otros jugaban al incendio”.
Juan Pablo I, el Papa de los 33 días,
parecía el único genuinamente divertido con todo aquello. “Tranquilo - se
dijo - en el fondo, Dios también tiene sentido del humor. Solo que no siempre
lo publica”.
Judas sonrió pensando: “al menos yo
no prometí cambiar el mundo en homilías para después negociar con los de
siempre. Todos dijeron 'yo no fui' y yo fui el único honesto. Los vi llorar,
pero nunca pedir perdón. Los políticos también escribieron su evangelio. Lutero tenía
algo de razón y, por lo menos, ninguno es Masón como inventaron los Masones”
Mientras esto pasaba, allá abajo, en una
Roma que parecía una superproducción de Hollywood, los cardenales libraban batallas
por el trono y el altar, y estaban enfrascado en un Juego de Tronos cardenalicio.
Había favoritos, rumores, apuestas y deslizaban chismes por debajo de la puerta. Como siempre. La Iglesia en modo campaña. Algunos rezaban, otros
enviaban mensajes cifrados. Nadie confiaba en nadie, pero todos hablaban de
unidad, de favoritos, de alianzas y rupturas, de candidaturas públicas y de otras
mal disimuladas. Entretanto, el rebaño, fascinado como siempre, miraba la
televisión esperando un pastor. Y, en el colmo del racismo, los medios
propagaban la versión de que si elegían al negro el mundo se acababa.
Y así, en esa noche de Papas, se habló de
fe, de poder y de ese extraño hábito muy humano de convertir todo lo sagrado en
institución. Fue una noche larga. Judas brindó primero: “A la salud de la
próxima Santidad que venga a arreglar este lío, y para que, entre tanto
concilio, alguien alguna vez se parezca a Jesús”.
Francisco alzó la copa mirando a
Benedicto: “Y que al menos tenga buen sentido del humor.” Y luego a Juan
Pablo II añadiendo casi entre dientes: “Y que no tenga más ínfulas de
rockstar que Madonna”.
Juan Pablo II, que bendijo estadios
llenos y gobiernos vacíos, lo miró de reojo, y le dijo algo así como que estaba
llevando la barca de Pedro por aguas agitadas, y Francisco, que sabe que las
aguas turbias no siempre son culpa del remero, respondió con una sonrisa que se
quedó en los ojos. Que es en donde se esconde la ironía de los que han visto
demasiado.
Benedicto XVI, desde su trono académico
de teología minuciosa, observaba al recién llegado como quien examina un libro
mal editado, lleno de renglones torcidos y notas al pie que contradicen el
texto principal, y murmuró, acaso sin quererlo, que la doctrina no se reescribe
en las plazas de mercado ni con metáforas sobre ovejas y lobos, y Francisco,
que se había gastado sus zapatos sin marcas caminando por las barriadas pobres
de Latinoamérica, respondió que tal vez la doctrina, como el pan, también
necesita amasarse con manos que no se lavan.
Y así, entre silencios densos, tensiones
doctrinales, indirectas y reflexiones, los Papas se quedaron hablando de una
Iglesia, de la que en dos milenios no se ha podido saber si es madre, empresa o
castillo. Sin báculos ni coros, dejaron constancia de lo que nunca dijeron en
los balcones, y de que los Masones y los gays seguirán siendo tema de homilías
porque resulta más cómodo hablar de ellos que mirar el espejo.
Por último, levantaron sus copas y volvieron
a brindar por el próximo Papa, y se rieron como nunca lo hicieron en vida, en
una noche en que Judas sirvió el vino y los pastores, abstraídos, olvidaron a
las ovejas mientras hablaban como dioses.
Y esta vez, Judas no brindó.

2 comentarios:
Excelente, cómo siempre, gracias
¿Novela histórica o Crónica Vaticano? Vean el próximo capítulo; "La culpa es de... Judas". Muy bueno.
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