Por Iván Herrera Michel
Durante años he evitado los diagnósticos
apocalípticos sobre la Masonería, pero creo que ha llegado el momento de hacer una reflexión crítica (sin dejar de ser fraterna) sobre sus actuales desafíos, vistos desde sus cifras, sus tensiones internas y su fragmentación global. Y lo escribo sin ánimo de polemizar. Hay señales en el camino, síntomas y datos que ya no se pueden disimular con discursos de
ocasión ni con banquetes de aniversario.
La Masonería, que durante siglos se
ufanó de su perfección como regla, afronta hoy un preocupante desalineamiento
interno. Sus pilares crujen bajo tensiones doctrinales, luchas de poder y un silencioso éxodo de afiliados, de tal manera que no es exagerado afirmar que su
relevancia pública, y su capacidad de inspirar a nuevas generaciones, deben ser objeto
de serias reflexiones.
Desde antaño, la Orden acoge dos grandes
corrientes casi irreconciliables cuyas diferencias levantan muros muy
visibles. La Masonería masculina desde sus centros de poder en Londres y Norteamérica ha impuesto un cerco diplomático a todo aquel que no se subordine a sus
políticas exteriores, de tal forma que la Masonería liberal, que ha mostrado mayor
disposición al diálogo pluralista, encuentra siempre las puertas cerradas. En
consecuencia, tenemos una geografía Masónica fracturada que debilita su fuerza y accionar
justo cuando más se necesita una voz ética internacional. Para completar
el panorama, algunas Obediencias,
en ambas orillas, han terminado por patrimonializar el deber ser de la Orden,
como si les perteneciera en exclusiva y solo ellas pudieran poder interpretarlo.
La pérdida global de Hermanos es una herida
profunda que afecta a todas las partes. Para citar apenas un par de ejemplos icónicos, según The Guardian,
Inglaterra y Gales pasaron de 350.000 Masones hace veinte años a poco más de
150.000, y en la última década
desaparecieron 546 Logias por falta de miembros. En Estados Unidos, la Masonic
Service Association reportó menos de 870.000 Masones en 2023, frente a los 4,1
millones de 1959, con incorporaciones anuales menores al del número de bajas por motivo de vejez,
Paso al Oriente Eterno y deserción.
En América Latina la situación no es más
alentadora. Abundan las Obediencias dispersas, con bajo perfil público y
conflictos intestinos, unas veces heredados de la política nacional y otras de
rivalidades personales, que agotan una energía que podría dedicarse al trabajo
iniciático o a compromisos ciudadanos visibles. Y lo más paradójico es que todo
esto ocurre a pesar de la existencia de instancias de integración
interobedenciales que intentan articular diálogos y posicionamientos conjuntos,
pero que raramente logran incidir en la práctica local o contrarrestar la
fragmentación operativa que domina en la región. En muchos casos, se impone más
la lógica de la certificación exterior que la de la fraternidad.
Algo similar puede decirse de África y
Asia, en donde, salvo contadas excepciones, la Masonería sigue sujeta a tutelas
externas o a modelos importados que no siempre dialogan con sus realidades
sociales y culturales. En muchos casos, operan como extensiones administrativas
de Masonerías europeas, sin margen para construir una voz propia en los debates
globales de la Orden. Aunque hay brotes de autonomía simbólica y crecimiento
institucional, especialmente en algunas capitales africanas y del sudeste
asiático, el peso de las viejas obediencias matrices sigue marcando el paso con una real centralización del poder que perpetúa una geopolítica de obediencia,
más que de cooperación fraterna.
En el caso australiano, la situación es
aún más particular. El continente ha desarrollado una Masonería de fuerte
impronta anglosajona, bajo la égida de la Gran Logia Unida de Inglaterra y sus
réplicas regionales. Las Grandes Logias estatales, como las de Victoria, Nueva
Gales del Sur o Queensland, que son parte del corazón económico y poblacional
del país, conservan una estructura administrativa consolidada, templos notorios
y cierta visibilidad institucional, pero cargan también con una evidente falta
de renovación y una progresiva pérdida de pertinencia en el debate público
contemporáneo. En ellas, la inmensa mayoría son hombres mayores de 60 años, que
siguen unos rituales conservados más por inercia que por vitalidad filosófica,
que los mantienen atrapados en un espejo retrovisor cada vez más ajeno al
espíritu crítico e inclusivo de los nuevos tiempos. Mientras tanto, los Masones
progresistas del continente operan en la periferia institucional, a menudo
silenciados, como si fueran una excentricidad que debe tolerarse sin nombrarse.
A todo ello se suma la situación de la Masonería
continental europea, que, pese a su vocación humanista y su papel histórico en
la modernidad, tampoco escapa al fenómeno de la fragmentación. Y aunque algunas
Obediencias conservan influencia cultural e institucional, los desacuerdos
ideológicos (sobre todo en torno a la laicidad, el papel de la mujer y las
relaciones internacionales) dificultan una acción concertada. La diversidad,
que antaño fue una riqueza, se ha convertido en un archipiélago sin puentes ni
brújulas compartidas.
Al mismo tiempo, la Masonería tampoco escapa a los
vientos de un secularismo que cuestiona la apelación a lo sobrenatural que ha
hecho nido en algunos espacios desvirtuando su propuesta constructiva, y que en ocasiones da la
sensación de que es un sincretismo de observancias obligatorias, presentadas como "Masónicas", que compite, o no es armónica, con
las religiones o sistema de convicciones que puedan traer sus nuevos miembros, que terminan abandonando los Talleres. Lo mismo ocurre con la igualdad de género. La Masonería liberal
ha integrado a las mujeres, alineándose con la agenda de derechos civiles,
mientras que la fuerte raigambre masculinista de un sector importante de la Orden sigue reacia a admitirlas, con el
consiguiente costo reputacional.
Por último, cabe señalar que, en lo público, los mitos conspirativos
siguen pesando. Como recordaba The Guardian, la Orden “permanece como una
sociedad con secretos, y algunos en el exterior asumen lo peor”. De hecho,
las campañas digitales no han disipado esa sombra, y cada intento de explicar
lo iniciático parece alimentar aún más la sospecha.
Y como consecuencia indeseada, la situación ha ocasionado colateralmente un estrangulamiento económico. Menos miembros significa menos cuotas, cada vez más templos vendidos, alquilados o cerrados, rituales en locales prestados y actividad simbólica menguada. No es ningún secreto que sin recursos, se reducen las reuniones y los proyectos que puedan atraer a nuevos iniciados, y que las finanzas se tornan insostenibles para aquellos que han recibido una importante herencia inmobiliaria que sostener.
En la era digital, donde todo se
transmite y todo se exige, la Masonería intenta atraer candidatos con redes
sociales y eventos públicos. Pero ese marketing choca con su vocación
iniciática, y deja una sensación de contradicción. ¿Tiene sentido transmitir
por YouTube lo que se presenta como arcano? ¿Qué valor trascendente conserva lo
que se convierte en un espectáculo? La realidad es que el ritual solo conserva
su potencia si se vive como acto de pausa, de sentido y de pertenencia, no como
ceremonia decorativa o anécdota audiovisual.
La pregunta del millón es “¿Hacia
dónde va la Orden?” La suma de tensiones internas, fuga generacional,
apuros económicos y fragmentación institucional es una amenaza real si no se
reconoce su fractura geopolítica y no se emprende una integración seria entre
sus grandes bloques. Donde hoy hay exclusiones ritualizadas, la rendición del
otro no es opción ni fraternal ni real.
Hoy no basta con que los Masones crean
en su misión. También deben responder ante una sociedad que los observa con
desconfianza, exigencia o simple indiferencia. La validación ética ya no
proviene del silencio del Templo, sino del diálogo entre lo que somos y lo que
el mundo espera de nosotros. En últimas, la pregunta que se cae por su propio
peso es brutal: “¿quién querrá ingresar en una Orden percibida como
irrelevante, dividida y desconectada del mundo real?”.
La grandeza de la Masonería no está en
su antigüedad, sino en su capacidad para mejorar a la humanidad, y hoy, eso
pasa por reconstruir sus vínculos internos sobre bases éticas, abiertas y
verdaderamente fraternas. Es evidente que el camino no consiste en uniformar
nuestras prácticas, sino en reconocernos en la diversidad y en nuestros
principios comunes, practicando una diplomacia Masónica basada no en el poder
ni en el supremacismo, sino en el respeto mutuo.
6 comentarios:
Excelente publicación Q.'. H.'. Iván Herrera, la reflexión profunda está en la forma como nosotros debemos de reinventarnos para que sigamos teniendo significancia en la sociedad del siglo XXI
Tal vez la confianza, el amor y la fraternidad deberían acompañar con más fuerza la preservación de la tradición. El viaje en estas condiciones a veces es más importante que el destino. Muchas gracias Q H
Querido Hermano Iván, celebro tu nota que me ha aclarado el panorama con datos que no conocía. Me quedo pensando en los interrogantes que suscita, y en la manera en que podemos responderlos desde nuestro lugar. Saludo de Alberto.
Muy pertinente escrito. La masonería ha sido víctima de sus conflictos internos, sus personalismos y su anclaje a un pasado glorioso que se ha convertido en el último recurso de legitimación frente a una sociedad contemporánea cambiante a la que hoy la orden le ofrece muy poco.
Magnífica reflexión mi QH es verdad, la fraternidad piedra angular de la masonería ha pasado a segundo plano, quizá sería conveniente reflexionar sobre el rescate de los principios de la orden, con un nuevo enfoque que exalte las sublimes posibilidades del alma humana dispuesta a crear un mundo más tolerante y respetuoso del pensamiento haciendo a un lado los egos y los intereses económicos
Muy interesante y pertinente análisis, sobre todo los interrogantes. Gracias por compartir y motivar el auto análisis, tanto de los HH:. Como de cada Log:.
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