Iván Herrera Michel
En países como el mío, situados en la
franja intertropical del planeta, esa amplia región de 44 países en donde no
existen ni el invierno ni el verano, los solsticios suelen pasar casi
desapercibidos. No hay paisajes que se transformen de manera dramática ni
cambios que obliguen a mirar el calendario. El día amanece muy parecido al
anterior, el calor no sorprende, la noche no anuncia nada distinto y todo
parece seguir igual. Y, sin embargo, el sol se detiene, sin ruido y sin
espectáculo.
Buena parte del simbolismo con el que la
Masonería piensa los solsticios lo heredamos de los Masones del norte
de Europa, en donde el invierno y el verano marcan la vida con fuerza, en donde
la luz escasea o se desborda, y en donde los ciclos naturales imponen pausas
reales. Ese lenguaje simbólico nació en otras latitudes, bajo otros cielos y
otras urgencias, y, sin embargo, sigue hablándonos aquí, en donde el
clima no cambia de manera tan visible.
Yo vivo en Colombia, a orillas del mar
Caribe, en donde la luz es generosa todo el año y el clima tiende a producir
una sensación de continuidad. Aquí la naturaleza no se interrumpe ni nos sacude,
ni hay estaciones que nos impongan pausas ni rupturas que nos obliguen a
detenernos. Tal vez por eso, desde estas latitudes, los solsticios adquieren
para la Masonería un sentido particular.
En lugares en donde las estaciones no
ordenan la vida cotidiana ni el ritmo social, nadie nos dice cuándo cerrar un
ciclo y cuándo abrir otro. No hay un invierno que invite al recogimiento ni un
verano que anuncie expansión. Todo parece estable, casi inmóvil y los
solsticios vienen a recordarnos que los ciclos existen incluso cuando no se
muestran.
Desde una mirada Masónica, los
solsticios no son una celebración decorativa ni un gesto ritual automático. Son
un punto de referencia incómodo. Un momento para detenerse sin excusas,
observarse con honestidad y revisar el rumbo. Nos recuerdan que también en la
continuidad hay límites, y que cuando el entorno no obliga a parar, la
disciplina personal deja de ser una virtud abstracta y se convierte en una
necesidad ética.
Aquí, en donde el clima no impone
rupturas, el Masón y la Masona aprenden a no depender de factores externos para
evaluar su trabajo, su conducta y su coherencia. Nada nos empuja a hacer
balance y si los solsticios no nos mueven a revisar
hábitos, palabras y prioridades, entonces estamos ante un rito vacío que ha
empezado a conformarse.
Para quienes trabajamos bajo este sol
constante del Caribe, los solsticios recuerdan algo esencial que a veces
preferimos olvidar. Que la verdadera obra no depende del clima, ni de las
circunstancias, ni de las justificaciones externas, sino de la capacidad de
reconocer cuándo es necesario ajustar, cuándo conviene frenar y cuándo hace
falta retomar con mayor claridad. La Masonería, entendida como un ejercicio
humanista y no como un refugio simbólico, encuentra aquí una de sus lecciones
más sobrias.
Bajo este sol que se repite cada día, los solsticios nos recuerdan en el trópico que, en términos Masónicos, la luz que verdaderamente importa viene del ejercicio constante
de la coherencia, y que cuando nada afuera nos obliga a cambiar, la
responsabilidad es mayor.
Y quizá por eso, aquí en donde no hay
invierno ni verano, el verdadero riesgo no radica en no sentir el paso de los ciclos,
sino en acostumbrarse a trabajar sin preguntarse para qué.
2 comentarios:
Excelente reflexión, QH. Antes que desde las formas, son los contenidos interiorizados, los que potencian y dan sentido a los símbolos
GMP
Excelente reflexión desde la costa caribe colombiana.
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