sábado, 20 de diciembre de 2025

REFLEXIÓN SOLSTICIAL DESDE DONDE NO HAY NI INVIERNO NI VERANO

Iván Herrera Michel

               

En países como el mío, situados en la franja intertropical del planeta, esa amplia región de 44 países en donde no existen ni el invierno ni el verano, los solsticios suelen pasar casi desapercibidos. No hay paisajes que se transformen de manera dramática ni cambios que obliguen a mirar el calendario. El día amanece muy parecido al anterior, el calor no sorprende, la noche no anuncia nada distinto y todo parece seguir igual. Y, sin embargo, el sol se detiene, sin ruido y sin espectáculo.
                 
Buena parte del simbolismo con el que la Masonería piensa los solsticios lo heredamos de los Masones del norte de Europa, en donde el invierno y el verano marcan la vida con fuerza, en donde la luz escasea o se desborda, y en donde los ciclos naturales imponen pausas reales. Ese lenguaje simbólico nació en otras latitudes, bajo otros cielos y otras urgencias, y, sin embargo, sigue hablándonos aquí, en donde el clima no cambia de manera tan visible.
                 
Yo vivo en Colombia, a orillas del mar Caribe, en donde la luz es generosa todo el año y el clima tiende a producir una sensación de continuidad. Aquí la naturaleza no se interrumpe ni nos sacude, ni hay estaciones que nos impongan pausas ni rupturas que nos obliguen a detenernos. Tal vez por eso, desde estas latitudes, los solsticios adquieren para la Masonería un sentido particular.
                  
En lugares en donde las estaciones no ordenan la vida cotidiana ni el ritmo social, nadie nos dice cuándo cerrar un ciclo y cuándo abrir otro. No hay un invierno que invite al recogimiento ni un verano que anuncie expansión. Todo parece estable, casi inmóvil y los solsticios vienen a recordarnos que los ciclos existen incluso cuando no se muestran.
                  
Desde una mirada Masónica, los solsticios no son una celebración decorativa ni un gesto ritual automático. Son un punto de referencia incómodo. Un momento para detenerse sin excusas, observarse con honestidad y revisar el rumbo. Nos recuerdan que también en la continuidad hay límites, y que cuando el entorno no obliga a parar, la disciplina personal deja de ser una virtud abstracta y se convierte en una necesidad ética.
                
Aquí, en donde el clima no impone rupturas, el Masón y la Masona aprenden a no depender de factores externos para evaluar su trabajo, su conducta y su coherencia. Nada nos empuja a hacer balance y si los solsticios no nos mueven a revisar hábitos, palabras y prioridades, entonces estamos ante un rito vacío que ha empezado a conformarse.
             
Para quienes trabajamos bajo este sol constante del Caribe, los solsticios recuerdan algo esencial que a veces preferimos olvidar. Que la verdadera obra no depende del clima, ni de las circunstancias, ni de las justificaciones externas, sino de la capacidad de reconocer cuándo es necesario ajustar, cuándo conviene frenar y cuándo hace falta retomar con mayor claridad. La Masonería, entendida como un ejercicio humanista y no como un refugio simbólico, encuentra aquí una de sus lecciones más sobrias.
                  
Bajo este sol que se repite cada día, los solsticios nos recuerdan en el trópico que, en términos Masónicos, la luz que verdaderamente importa viene del ejercicio constante de la coherencia, y que cuando nada afuera nos obliga a cambiar, la responsabilidad es mayor.
                   
Y quizá por eso, aquí en donde no hay invierno ni verano, el verdadero riesgo no radica en no sentir el paso de los ciclos, sino en acostumbrarse a trabajar sin preguntarse para qué.
                                  
                              
                                

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente reflexión, QH. Antes que desde las formas, son los contenidos interiorizados, los que potencian y dan sentido a los símbolos
GMP

Anónimo dijo...

Excelente reflexión desde la costa caribe colombiana.