viernes, 28 de noviembre de 2025

PUENTES DE FRATERNIDAD, LA EXPERIENCIA LATINOAMERICANA HACIA LA UNIVERSALIDAD MASÒNICA DEL TERCER MILENIO

Ponencia leida el 22/11/2025 en el Simposio Internacional Masónico patrocinado por la Revista Cultural Masónica Internacional “Cadena Fraternal”, la Serenissima Gran Loggia Nazionale Italiana y el Instituto Universitario Claustro Iberoamericano de Ciudad de México.


Por Iván Herrera Michel
Pasado Presidente de CLIPSAS

(Saludos protocolarios)

Permítanme decir, antes de comenzar, que estas reflexiones honestas que hago, las comparto desde mi experiencia directa liderando organismos Masónicos latinoamericanos y estructuras multilaterales con presencia en cuatro continentes, un recorrido que me ha permitido observar nuestra diversidad, nuestras tensiones y nuestras fortalezas desde adentro.

Esa trayectoria me ha llevado a la convicción de que la Masonería solo podrá sostenerse si las Obediencias que hoy militan en los grandes circuitos internacionales profundizan, con verdadera voluntad, su mirada hacia las Obediencias pequeñas, hacia las de las periferias y hacia las Obediencias que trabajan lejos de las grandes ciudades.

Quizá por eso miro cada vez más hacia el terreno real sobre el que se construye. Ahí están las Obediencias y las Logias pequeñas de ciudades intermedias, las que nadie menciona en los congresos. Templos sin alfombras y sin presupuestos para viajar a las grandes citas, pero que llenan la ausencia del Estado con algo tan básico como es una presencia humana constructiva de valores y principios. En esos lugares, que a veces nos quedan lejos en el mapa y más lejos en la imaginación, también se conversa sobre la ética Masónica y la fraternidad es una cuestión de supervivencia social.

Mi conclusión es que debemos aprender a valorar mejor a esas pequeñas Obediencias y Logias. Ellas hacen más de lo que se ve. Y lo hacen desde la periferia, que no es un territorio geográfico solamente. Allá, lejos de las rutas Masónicas que marcan Londres, París y las capitales estadounidenses, sostienen la Luz Masónica con una terquedad admirable, con lo que tienen, que a veces apenas alcanza para lo justo.

En América Latina la fraternidad ha sido, y sigue siendo, una necesidad básica. En medio de crisis, en medio de violencias que se fueron acumulando, en medio de gobiernos que no siempre supieron estar a la altura, la Masonería quedó, en ciertos momentos, como un espacio en donde todavía se podía hablar y la gente se podía escuchar. Eso tan sencillo, que puede parecernos poca cosa, sostuvo a más comunidades de lo que imaginamos.

Y ahora estamos en este tercer milenio que se nos vino como un tiempo extraño, en donde la mayoría de las cosas van muy rápido y algunas muy lentas. La globalización digital nos metió en la misma época, pero no en la misma conversación. Nuevas sensibilidades éticas nos tocaron la puerta, unas con delicadeza y otras con urgencia, y la diversidad cultural se convirtió en el paisaje natural en el que vivimos, obligándonos a repensarnos.

Para entender este presente uno tiene que volver un poco atrás. La segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica fue compleja. Mientras el mundo salía de la Segunda Guerra Mundial hacia una Guerra Fría, muchas Obediencias latinoamericanas buscaron estabilidad apoyándose en modelos Masónicos externos provenientes de las principales potencias occidentales, e institucionalizaron la idea de que la legitimidad venía de afuera, desde lugares que no conocían ni nuestras sociedades, ni nuestros barrios, ni nuestras riquezas culturales. Naturalmente, ese modelo se nos volvió un problema.

Y aquí viene algo que hay que decir con calma, sin tono acusatorio, pero también sin disfrazar la verdad. Las grandes Obediencias del norte global tienen hoy la oportunidad (yo diría que la responsabilidad) de revisar esa lógica que durante décadas fue impuesta y aceptada sin mucha discusión. El mundo cambió. La Masonería también. Y cualquier noción de universalidad que siga creyendo que el centro del mundo está en el mismo norte de siempre, está condenada a quedar fuera del tiempo.

Cuando llegaron los años ochenta, llegó también un reacomodo continental, en el que se abrieron democracias, aparecieron voces nuevas, las mujeres reclamaron espacios que les habían sido negados, los pueblos indígenas hicieron lo mismo, y hubo un aire distinto en la región. La Masonería latinoamericana, quizás sin proponérselo tanto, se contagió con ese espíritu, y en muchos sectores se recuperó autonomía, se decidió por un camino propio, se relacionaron entre sí sus Obediencias, sin importar el tamaño de la membresía ni el de las sedes, y, lo más importante es que se abrió la discusión sobre si era correcto que otros le definieran lo que debían ser.

Por último, aprovecho esta oportunidad para decir con la claridad que exigen estos tiempos que la universalidad Masónica no podrá avanzar mientras las Grandes Logias de los grandes circuitos sigan mirando por encima del hombro a las Obediencias pequeñas, a las que trabajan lejos de las grandes capitales y fuera de los corredores de influencia. Allí, en esos Talleres que se sostienen con más voluntad que recursos, la Masonería sigue siendo una fuerza viva. Y es justamente hacia ellos a donde debemos dirigir una relación distinta y entre iguales, sin la tutela de quienes creen que la legitimidad y la regularidad de los trabajos Masónicos nacen en los centros históricos del poder Masónico. Si no somos capaces de fortalecer ese intercambio horizontal, sincero y valiente entre Obediencias que comparten los mismos desafíos y la misma región, entonces cualquier discurso de universalidad será apenas una consigna vacía.

Acercarnos a ellas, escucharlas mejor, caminar a su lado y darles el lugar que merecen en nuestras prioridades, porque si la universalidad Masónica quiere ser un horizonte vivo tendrá que contar con esa tarea cotidiana que honra lo mejor de lo que somos como Masones.

Muchas gracias.


TRAZADO DEL ORAD:. (P:. T::.) EN EL 3º ANIVERSARIO DE LA RESP:. LOG:. SPICA No. 18, DE LA GRAN LOGIA CENTRAL DE COLOMBIA

Por Iván Herrera Michel

Venerable Maestra de la Muy Respetable Logia Spica No. 18, jurisdiccionada a la Muy Respetable Gran Logia Central de Colombia, Ilustre Hermansa Margarita Rojas Blanco,
                  
Muy Respetable Gran Maestro de la Muy Respetable Gran Logia Central de Colombia, Ilustre Hermano Henry Polanía Triviño,
           
Dignidades y Oficiales de la Muy Respetable Gran Logia Central de Colombia y de la Muy Respetable Logia Spica No. 18,
     
Venerables Maestros presentes,

Queridas Hermanas y Queridos Hermanos,
                   
Permítanme, por favor, iniciar estas palabras expresando mi gratitud más sincera por la invitación que me cursaron a este tercer aniversario y por la manera tan fraternal en que abren este espacio a quienes, como yo, tenemos el privilegio de ser parte de su historia, en calidad Honoraria. En otros lugares uno arriba a las Tenidas con cierta cautela, como quien debe descifrar en dónde encajar, Aquí, en cambio, siempre he encontrado un recibimiento fraterno que me honra con un espíritu Masónico en su forma más auténtica, y que, dicho sea de paso, evita que uno tenga que hacer de cartógrafo emocional para saber en dónde sentarse.
                      
Hoy celebramos algo más que una efemeride. Conmemoramos tres años desde el Levantamiento de Columnas de la Muy Respetable Logia Spica No. 18, y celebramos también la Iniciación de un nuevo Hermano. Son dos acontecimientos que no sólo coinciden en el calendario, sino que dialogan entre sí, porque si bien el aniversario nos recuerda lo realizado hasta ahora, una Iniciación nos coloca frente a lo que es posible realizar en el futuro.
             
Tres años en la vida de una Logia, son un periodo en el que se aprende, se corrige, se persevera y se reafirma el propósito. Spica ha transitado este tiempo con rigor y una madurez notable para una estructura joven. Como miembro Honorario he tenido la oportunidad de observar su crecimiento desde un lugar relativamente cercano gracias al Internet.
                 
Y en ese camino, corresponde destacar la labor de nuestra Venerable Maestra. Conducir un Taller joven, constituido por Masones antiguos de diferentes talantes, con orden, con claridad, con equilibrio y con una inteligencia que inspira exige una virtud de gobierno que pocas veces se reconocen con la suficiente amplitud, porque ante el éxito ajeno los espíritus pobres siempre se atormentan. Su conducción le está dando a Spica un rumbo firme.
 
Querido Hermano David Hernandez Bastidas, lo que vivió hoy no es un gesto ceremonial ni un rito que pueda comprenderse sólo mediante lecturas. Es una experiencia que abre un camino que se transforma en la medida en que usted se transforma. Este método exige disposición a preguntar y sinceridad en el trabajo interior. Si en algún momento siente que los símbolos le confunden antes de iluminarle, no se inquiete porque todos nos iniciamos del mismo modo. La serenidad, la paciencia y la humildad serán aliadas más valiosas que cualquier explicación apresurada. Y el peor enemigo de su trabajo es el Hermano o Hermana, que también, desafortunadamente, encontrará entre nosotros, que habla mal de otro Hermano o Hermana. Si alguna vez nos acercamos con esta intención, cuídese del que lo hace, así como de sus cantos de sirena y de su interés en disociar.
 
Y aprovecho para decirle a nuestro nuevo Querido Hermano que las dignidades Masónicas merecen siempre, dentro y fuera de las Tenidas, un trato respetuoso y formal, por muy amigos personales que sean de nosotros. No por un protocolo vacío, sino porque cada Dignidad y cada Oficio encarna una porción viva de nuestra tradición, de acuerdo con los antiguos Usos y Costumbres de la Masonería universal. En la Masonería siempre la forma, ha sido parte del fondo.
 
Y permítame, por favor, una recomendación fraterna. A veces encontrará Hermanos que buscan convertir la Masonería en una especie de religión interior en donde todo cabe en nombre de una de un esoterismo rebosante, muchas veces basado en autores que nunca fueron Masones y han desvisado sus significadsos y convocatorias. La definición más antigua y extendida de la Masonería es que es un sistema de moralidad, velado por alegoría e ilustrado por símbolos, lo que significa que el verdadero esoterismo de la Masonería es de carácter moral y no metafísico ni mágico, y nadie debe tratar de obligarnos a participar en un ejercicio mágico o supersticioso. Tenemos el derecho inalienable a decir que no queremos participar. Escuche siempre con respeto, pero mantenga la mirada y la mente clara. Nuestra Orden es simbólica, no fantasiosa, profunda, pero no difusa, trascendente, pero no devota de laberintos. La verdadera sabiduría Masónica es sobria y luminosa, y no recargada de incienso. Déjese guiar por el Querido Hermano Segundo Vigilante, oiga sus enseñanzas, sus consejos, confíe en él, que, en su caso, usted tiene la suerte de haberle tocado el Iluestre Hermano Fernando Luichini, que le enseñará lo que es la verdadera Masonería y los modos correctos de ser y estar en la Orden.
 
Permítanme ahora, igualmente, detenerme en un asunto que nuestro tiempo vuelve urgente. Este aniversario nos invita a reflexionar sobre lo que significa crecer como Logia en un mundo atravesado por tensiones políticas, económicas y culturales cada vez más intensas, y discriminaciones contra las mujeres y los que aman diferentes a la mayoría. Vivimos una época de democracias frágiles, discursos polarizados amplificados por algoritmos, desigualdades crecientes y narrativas mediáticas que a menudo prefieren el escándalo antes que la comprensión. Recientemente fuimos testigos de un episodio televisivo que expuso a la Masonería colombiana en un espectáculo público desafortunado, recordándonos cómo la imprudencia y los disociadores pueden convertir una intención legítima en un daño innecesario. Es una lección severa sobre la importancia de la prudencia, la sobriedad y el juicio sereno. Hemos vuelto a oír tambores de guerra a los que, a mi juicio, debemos responder con altura y grandeza de miras, con la plena y serena convicción de que estamos en el lado correcto de la Masonería, de la historia y filosofía de la Orden. Al ruido profano no se responde con más ruidos profanos.
 
La Masonería no crece ni encerrándose en sí misma ni entregándose al ruido profano. Crece cuando piensa con lucidez en medio de la confusión, cuando en tiempos ásperos escucha sin temor y responde sin estridencia. Crece cuando trabaja (como lo hace esta Respetable Logia) con coherencia y claridad, guiada por un Mallete ejercido con tino por una Venerable Maestra con una trayectoria impecable, sin dejarse seducir por excesos místicos ni por interpretaciones mágicas que prometen más de lo que ofrecen. Hermano Aprendiz, si algún día escucha que nuestros símbolos poseen potencias ocultas dignas de una trilogía de fantasía, o de un capítulo de Harry Potter, recuerde sencillamente que la Masonería inspira realidades, no fantasías.
 
Spica ha demostrado, desde su fundación, que el espíritu Masónico puede florecer aun en tiempos convulsos. En un mundo en donde reina la inmediatez y en donde la estridencia parece imponerse, esto constituye un acto de auténtica civilización. Cuando la Masonería se practica con autenticidad, no necesita elevar la voz; basta con ser coherente. Y cuando es coherente, suele elevar algo más importante que la voz, como es el ejemplo personal.
 
Mi Querido Hermano Aprendiz, no olvide jamás que nuestra Orden es, ante todo, una escuela de formación humana, una escuela en la que nadie se gradúa, pero en la que todos pueden avanzar. Este Taller será para usted un hogar, una brújula y, en ocasiones, un espejo que no siempre dice lo que uno quisiera, pero sí lo que uno necesita. Encontrará exigencia, diálogo fraterno y un ambiente que le recordará que progresar moralmente es siempre más valioso que destacar. El Querido Hermano Segundo Vigilante será su guía en este camino.
 
Hermano Aprendiz: que este día sea su punto de partida. Que sus pasos sean firmes, su curiosidad viva, su mirada clara y su corazón dispuesto al crecimiento continuo.
 
Antes de concluir, vuelvo a reconocer la conducción de nuestra Venerable Maestra, y presento un merecido tributo de admiración a su claridad, su serenidad y su firmeza templada, demostrada hoy una vez más, que son esenciales para que Spica avance con paso seguro. Dirigir un Taller con equilibrio y sin perder la paciencia y la armonía interior es un talento y una virtud que merece ser honrada.
 
Queridas Hermanas y Queridos Hermanos, celebremos este tercer aniversario con la dignidad y la sobriedad que acompañan a las obras verdaderamente valiosas. Que Spica siga elevándose con luz tranquila y fraternidad auténtica en un mundo que necesita luces firmes y espíritus serenos.
 
Es mi palabra, Venerable Maestra.
                                 
                         
                         
                               

viernes, 14 de noviembre de 2025

CUATRO DÉCADAS DE CISMA MASÓNICO. LOS NUEVOS LIDERAZGOS TIENEN LA PALABRA

Por Iván Herrera Michel
                 
Durante casi medio siglo la Masonería colombiana ha vivido una parcelación que la ha golpeado sin escrúpulos y que debería bastar para enseñarnos que ningún pleito vale más que un abrazo fraternal, y que la Orden debe ser un espacio sin ruidos profanos.
                     
En 1983, mientras la nación se debatía entre la violencia y el desconcierto, la Masonería colombiana sufría una implosión dolorosa que aún deja cicatrices. Eran tiempos difíciles en los que el país acababa de estremecerse con un terremoto en Popayán que dejó 267 muertos, 7.500 heridos y más de 5.000 familias damnificadas, un volcán sepultó a un pueblo entero con un saldo de muertos tres veces mayor que el que produjo el Vesubio a Pompeya,  las calles se llenaban de marchas populares y de duelos, el narcotráfico buscaba violentamente un sitio en la historia y la fe en las instituciones se resquebrajaba. Los años 80s fueron una década brutal de violencia extrema y terrorismo, las explosiones en las calles eran rutina, las masacres y los magnicidios abrían los noticieros, (entre ellos los de 4 candidatos y un ex candidato a la presidencia además de un Ministro de Justicia y el Procurador General de la Nación), la toma y retoma del Palacio de Justicia produjo un infernal holocausto, y el secuestro masivo de 14 embajadores durante dos meses le puso hasta al Vaticano los nervios de punta.
                 
En ese ambiente tenso, también en la Masonería, que había sido un refugio de civismo, reflexión y modernidad, la polarización se extendió a todos sus niveles, y se terminó repitiendo dentro de sus templos la misma dinámica de antagonismos, violencia verbal y exclusiones que desfiguraba al Estado. Su fractura fue, en cierto modo, un espejo de la grieta nacional.
                  
Todo comenzó con una disputa dentro del único Supremo Consejo del Rito Escocés Antiguo y Aceptado que existía en Colombia. Aquel diferendo, surgido al calor de un certamen electoral, terminó siendo el detonante de un cisma que se extendió y convirtió la elección de un Soberano Gran Comendador en un drama nacional. A partir de allí, lo que era vocación de servicio se transformó en hambre de poder y lo que empezó como un enfrentamiento entre candidatos acabó por causar un daño inmenso e irreparable a toda la Masonería colombiana. En esa misma década en la que los partidos políticos perdían autoridad y la gente dejaba de creer en los discursos, también la Masonería corrió la misma suerte. Los liderazgos se contaminaron con la lógica de la rivalidad personal, el ego se disfrazó de virtud, la autoridad se confundió con el mando y los cabecillas de la confrontación, en campañas beligerantes y clientelistas, les pusieron los guantes de boxeo a los Grandes Maestros y estos, contagiados con las nuevas pasiones, se los colocaron a los Venerables Maestros y a los Hermanos de a pie, y entonces ardió Troya.
                 
Recuerdo bien aquel año 1983 porque fue el de mi iniciación. Desde entonces he sido testigo de los odios, los insultos y los silencios entre Masones. Vi rostros que se evitaban, saludos que se congelaban y Hermanos que se negaban la palabra. Vi a Masones y familias enteras aconsejar a sus hijos que no se iniciaran en las Logias para evitarles el clima enrarecido que allí se respiraba. Y todavía veo, con tristeza, a quienes amenazan con expulsar al Hermano que trata como Hermano a otro que acaba de conocer o visita su Logia. Ninguna institución que olvida su sentido humano puede sobrevivir indemne y la Masonería colombiana sigue pagando la factura de haberlo hecho.
                  
En Barranquilla, Cali, Bogotá, Santa Marta, Etc., las disputas por la propiedad del patrimonio material del Supremo Consejo y las Grandes Logias llegaron a los tribunales profanos, ante el estupor de los funcionarios judiciales que no entendían como los Masones se atacaban con tanta furia, y con el tiempo comprendí que aquella fractura no se trataba solo de inmuebles ni de cuentas bancarias ni de registros legales, sino de algo más profundo que la ambición material, de Grados y de cargos. Eran los ruidos profanos nacionales ingresando atropelladamente en la Masonería y el reflejo mismo del espíritu de una nación que empezaba a dividirse entre ganadores y perdedores, en donde el pragmatismo erosionaba las viejas solidaridades. En los templos ocurrió igual, y cuando la fraternidad se quebró nada volvió a ser como antes y la Masonería colombiana perdió su rostro decente en una lucha en donde nadie ganó y la Orden ha extraviado algo muy valioso de sí misma.
                       
En su momento, los dos grupos enfrentados decretaron expulsiones con el tono de los jueces infalibles y manipularon actas y sellos creyendo que la legalidad bastaba para sustituir la virtud. Nadie salió ileso y la institución vio disminuir su prestigio ante sí misma y ante una sociedad que la había conocido como ejemplo de honor y pensamiento ilustrado. Las divisiones no solo fragmentaron la autoridad del Rito Escocés, sino que debilitaron la voz institucional de la Masonería ante el Estado y la sociedad civil. En los foros desaparecieron los discursos sobre educación, el estado y las ciencias sociales, y los templos, antes escuelas de ciudadanía, se transformaron en espacios de rivalidad. Lo que debía ser una red de fraternidad terminó como una confederación de recelos en donde ambos bandos cargan el mismo peso moral por la manera desproporcionada en que arrollaron los principios que juraron defender.
                     
Por su lado, la libertad de conciencia fue constreñida por listas de amigos y enemigos, la igualdad imposibilitada por sanedrines en donde se decidía quién era Hermano y quién no lo era. La verdad se deformó a gusto y la fraternidad se utilizó para exigir obediencia. Circularon pasquines anónimos escritos desde ambos bandos, redactados con veneno, enviados a las casas sin remitentes, que mancharon nombres y sembraron odio en donde debía haber respeto. Nada muestra mejor el exceso que aquellas expulsiones sin juicio, aquellas suspensiones sin causa justa y aquellos vetos que hicieron del mallete un bastón de mando personal. La discreción pública, que siempre había sido un escudo, se convirtió en ruido profano y el ruido en descrédito. Muchos se alejaron cansados de la tensión. Otros eligieron el silencio, dejando templos vacíos, columnas sin eco y bibliotecas que esperaban lectores que ya no volvían. Esa imagen cada vez más frecuente de las sillas vacías y los quórums frágiles es quizá la metáfora más triste de lo que ocurrió cuando el deseo de poder se impuso al espíritu de la obra, mientras todavía hay quienes solo esperan la presencia de un mal Hermano en otra Obediencia para proclamar por todos los medios a su alcance que en esa Gran Logia todo está torcido.
                        
Mientras los unos invocaban la regularidad como látigo y los otros las tradiciones como armadura, la fraternidad se sacrificó en el altar de los metales, la justicia se redujo a venganza, la palabra fraternidad se volvió hueca y la discreción se transformó en rumor malintencionado. Con los años, la crisis dejó de ser episodio y se volvió una herida permanente, y aunque los protagonistas de aquella ruptura ya casi no están (apartados de las Logias por la fatiga, la edad o haber pasado al Oriente Eterno), el hábito del desencuentro se transmitió como un eco obstinado.
                       
Y Colombia siguió creciendo. En 1983 el país tenía unos veintisiete millones de habitantes y hoy son algo más más de cincuenta y tres millones. Sin embargo, la membresía Masónica se redujo a una tercera parte. La Orden, que durante buena parte del siglo XX fue referente de civismo y pensamiento ilustrado, perdió presencia y voz en la vida nacional. Esa paradoja, más colombianos y menos Masones, revela el desgaste profundo que el cisma dejó tras de sí. Una fraternidad que buscaba construir ciudadanía terminó viéndose como una república dividida, enredada en sus propias distancias internas.
                           
Y, sin embargo, con el paso del tiempo, nuevas columnas comenzaron a levantarse en silencio. En Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla, Pereira, Manizales y otras ciudades, aparecieron Logias mixtas y progresistas que entendieron que la igualdad y la justicia no son temas profanos, sino el corazón mismo del trabajo iniciático. Allí, Masones y Masonas trabajan hombro a hombro recordando que la fraternidad no tiene género y que la libertad de conciencia es la primera piedra de todo templo. Estas Logias, en su diversidad, han devuelto al paisaje Masónico colombiano un aire de esperanza que contrasta con una Masonería masculina que utiliza la presencia de las Masonas como un motivo más para la división.
                         
Es una apertura que coincidió con el ascenso de las mujeres en la vida pública, con los nuevos lenguajes de la diversidad y con una ciudadanía que aprendía a hablar de inclusión. Es una forma de renacer la acacia, y con ella, una generación de Masones más jóvenes, menos dogmáticos y más conscientes del valor de la palabra. Son talleres en donde se conversa con libertad, en donde se estudian las ciencias sociales y en donde el símbolo recupera su sentido constructivo, y no mágico.
                
Hoy por hoy, el trabajo iniciático, no siempre fácil, de los actuales dirigentes y Masones de a pie requiere pausa, sensatez, autocrítica y humildad frente a la responsabilidad. El desafío de esta época es desarmar los muros del pasado y resistir las tentaciones del presente. La Masonería colombiana tiene la oportunidad de revitalizarse si logra unir la memoria con la conciencia, la tradición con la crítica y la discreción con la palabra responsable.
                        
Después de haber visto más de lo que hubiera querido ver, creo que llegó el momento de hablarle con el corazón a quienes vienen detrás. Cuarenta y dos años después de aquella implosión que desgarró a la fraternidad, lo que queda es volver a encender la luz, volver a entender que la fraternidad se construye con valentía, con las manos, con la palabra y con el ejemplo, y asumir de una vez por todas que ya es hora de tratarnos como Hermanos.
                                 
Porque si algo he aprendido después de tanto tiempo es que ningún Grado, ningún cargo y ninguna Logia valen más que un abrazo fraternal sincero. Al fin y al cabo, desde las Constituciones de Anderson de 1723, los Masones están obligados a ser hombres de honor y probidad, sean cuales fueren las diferencias que entre ellos existan
                      
                   
                    

              
                          
               

lunes, 3 de noviembre de 2025

EL SENTIPENSANTE DEL CARIBE. ORLANDO FALS BORDA Y LA CIENCIA CON ROSTRO HUMANO

Por Iván Herrera Michel
                                     
La Feria Internacional del Libro de Barranquilla, Atlántico y el Caribe (FILBAC) de 2025 rinde homenaje al centenario del nacimiento de Orlando Fals Borda, el hijo del Caribe colombiano que le devolvió a la ciencia social su capacidad de sentir y al sentimiento la de pensar.
                                
Fals Borda fue el hombre que derribó el muro entre el saber ilustrado y la sabiduría popular, y por eso la FILBAC misma (nacida para reivindicar la palabra, el pensamiento crítico y la identidad caribeña) no puede entenderse íntegramente sin conocer el pensamiento con el que él sembró, décadas antes, el espíritu participativo, emancipador y cultural que hoy la anima. Su figura pertenece tanto a la historia de la sociología como a la historia de las luchas por la dignidad en América Latina.
                           
Hablar de Fals Borda es recorrer la época de la historia colombiana del país agrario que despertaba al industrialismo, la de las migraciones campesinas que llenaron las ciudades y las barriadas del Caribe, y la de la promesa frustrada de una modernidad que nunca alcanzó para todos. Era el tiempo en que la economía nacional se debatía entre la apertura del café al mercado internacional y el atraso de una estructura agraria casi feudal, y en la que las élites andinas concentraban la riqueza mientras el Caribe seguía siendo, para Bogotá, un territorio “de frontera”. En medio de ese escenario de desigualdades profundas, en donde la tierra concentrada se convirtió en la matriz de la violencia y del subdesarrollo, emergió su voz como la de un sociólogo que entendió que el conocimiento no es un privilegio de clase, sino una forma de emancipación.
                     
Desde sus primeros estudios (“Campesinos de los Andes” (1955) y “El hombre y la tierra en Boyacá” (1957)) ya intuía que la teoría debía caber en el corazón de la gente. Fue pionero de una sociología hecha con los campesinos y no sobre ellos, cuando el país aún no había aprendido a oír sus propias voces rurales. A través de esos trabajos, Fals Borda trazó la línea que conecta la economía agraria con la estructura del poder político, mostrando que la pobreza no era un accidente, sino una arquitectura heredada de siglos, sostenida por una economía extractiva que marginaba a las regiones y perpetuaba la dependencia del centro sobre la periferia.
                          
Con la publicación de “La violencia en Colombia” (1962), escrita junto con el Obispo Germán Guzmán Campos y Eduardo Umaña Luna, desmontó la idea de que la barbarie era un rasgo natural del pueblo colombiano. Reveló, con evidencia empírica y análisis histórico, que el conflicto nacía de la desigualdad y del monopolio de la tierra, y que el Estado (atrapado entre élites conservadoras y liberales) había sido incapaz de construir ciudadanía en el campo. Ese diagnóstico, pionero en su tiempo, explicaba la violencia no como tragedia moral sino como fenómeno estructural, que era consecuencia del modelo económico, del abandono estatal y del divorcio entre la palabra y la vida.
                        
Formado en las universidades de Minnesota y Florida, en los Estados Unidos, Fals Borda regresó convencido de que las ciencias sociales debían descolonizar el lenguaje. Fue fundador en 1959 de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia, la primera de su tipo en América Latina, y desde allí abrió un espacio para pensar el país desde sus propios márgenes. Esa apuesta, en pleno contexto de la Guerra Fría, fue un acto de independencia intelectual, con la que mientras la sociología estadounidense buscaba medir conductas, él escuchaba historias, y mientras Europa clasificaba estructuras, él trataba de entender las comunidades.
                    
Su paso por la administración pública, como funcionario del Ministerio de Agricultura, le permitió observar de cerca el divorcio entre las políticas y la realidad rural. Esa experiencia le confirmó que la transformación del país no podía limitarse al discurso técnico, y así nació su compromiso con una ciencia al servicio del pueblo, con una práctica investigativa que incorporara el diálogo horizontal con quienes históricamente habían sido objeto de estudio.
                         
En los años setenta, su propuesta cristalizó en la Investigación-Acción Participativa (IAP), con la que derrumbó la frontera entre el investigador y el investigado. En un país en donde el conocimiento aún obedecía a las lógicas de la élite ilustrada, su método fue revolucionario al sostener que el conocimiento debía volver a tener rostro humano. Su consigna, “conocer para transformar”, condensaba una ética del compromiso en la que todo saber que no cambia la realidad termina sirviendo a quienes la producen.
                     
En su madurez intelectual dio a luz la monumental “Historia doble de la Costa” (1979-1986), en donde el Caribe colombiano (un territorio que todavía se mira desde los Andes como periferia) se convirtió en centro de reflexión y en escenario de una historia social contada desde abajo. Allí entrelazó la escritura académica apoyada en los archivos y la popular nacida de las voces del pueblo. En una hablan los documentos, en la otra, los pescadores, las mujeres, los jornaleros y los campesinos. Ambas construyen una verdad más justa, que generalmente no esta en los libros, sino en la vida misma.
                 
Fue en esa obra en donde recogió de los pescadores el término y la filosofía del sentipensante. Ellos le explicaron que el corazón también piensa y que la cabeza también siente. Desde entonces su sociología se volvió un puente entre la razón y la emoción, una apuesta por reconciliar la ciencia con la humanidad. En ese concepto se cruzan sus tres grandes miradas, como son el humanismo sociológico, la conciencia histórica y la economía moral de las comunidades que resisten.
                        
Recuerdo haberlo escuchado en una conferencia en Barranquilla, invitado por una Logia, a finales de los años ochenta del siglo pasado, cuando acababa de terminar de publicar su “Historia doble de la Costa”. Habló con serenidad sobre la emoción que le produjo encontrar el retrato perdido de Juan José Nieto Gil, el único presidente afrodescendiente de Colombia, y sobre cómo aquel rescate no era una anécdota erudita, sino un acto de justicia histórica. Fals Borda afirmó que devolver esa imagen al espacio público era como dotar al pueblo de un espejo y al Caribe de una memoria política negada por un siglo y medio.
                             
Desde entonces comprendí mejor lo que él llamaba pensamiento con raíces, y que para entender al Caribe en sus matices hay que habitarlo y respirarlo. Fue también uno de los constituyentes de la Constitución Política de 1991, en donde su visión democrática y social del conocimiento dejó huella. Su pensamiento, atravesado por una lectura crítica del marxismo latinoamericano (no dogmática, sino humanista y profundamente ética), lo llevó a vincularse en sus últimos años al Polo Democrático Alternativo, en donde fue elegido Presidente Honorario hasta el final de sus días.
                      
Su vida puede leerse como una radiografía del país que vivió el tránsito de la economía agraria a la urbana, de la República excluyente a la esperanza democrática, de la ciencia subordinada a la ciencia liberadora. Por eso, cuando la velocidad reemplaza la reflexión y los algoritmos pretenden medirlo todo, su voz se vuelve urgente. Nos recuerda que el conocimiento es un acto moral, que investigar es comprometerse, y que solo se entiende un país cuando se lo mira desde abajo.
                                  
Y quizá por eso, en este año en que el Caribe lo honra con la FILBAC, uno puede imaginarlo caminando por las riberas del Magdalena, diciendo que la ciencia que siente y el sentimiento que piensa son todavía los únicos caminos dignos hacia la libertad.
                           
                      
                       

martes, 28 de octubre de 2025

HISTORIA SOCIAL DE LOS MASONES EN COLOMBIA (S. XIX AL XXI)

Por Iván Herrera Michel
                
La historia de la Masonería en Colombia suele contarse con listas de Logias, miembros, fechas y decretos, pero si se mira desde abajo, la cosa cambia de textura. Lo que aparece ya no son solo Grandes Maestros, Presidentes de la república, Ministros de Estado, congresistas, importantes empresarios, actas, correspondencias y discursos.
                 
Lo que emerge son hombres y, más tarde, mujeres de carne y hueso, que participan en la construcción histórica, con ocupaciones concretas, familias que los acompañan, prejuicios sociales, tensiones políticas locales y aspiraciones de movilidad social, y ese giro de mirada permite superar, al menos en parte, el pasivo historiográfico, demasiado tiempo limitado a cronologías institucionales y nombres ilustres, sin atender a la trama social y cultural de quienes sostienen, semana a semana, la vida Logial, que ha hecho que la Masonería se estudie más por prejuicio político o religioso que por su vida social real
                
Se han hecho intentos para mostrar la experiencia de la Masonería en Colombia, pero aún falta una investigación sistemática que permita comprender las ocupaciones, las redes de sociabilidad y las formas de pensar de los Masones de a pie en el país, desde el siglo XIX hasta el XXI. La investigación podría liderarla un grupo combinado de historia social y cultural con herramientas de la sociología de redes y la cultura, y su aporte sería decisivo para enriquecer la memoria histórica nacional y superar los mitos que aún rodean la presencia Masónica en nuestra sociedad. En este punto siguen siendo útiles, aunque con las precauciones necesarias, las compilaciones de Américo Carnicelli que, como he señalado en varias ocasiones, requieren contextualizarse con fuentes regionales y prensa local para cobrar verdadero sentido, porque sirven de inventario, aunque más de una vez hay que leerlo con pinzas.
                    
En lo que respecta al siglo XIX, trabajos académicos, como los de Gilberto Loaiza Cano y Mario Arango Jaramillo, recopilaciones nacionales como la de Américo Carnicelli, recuentos locales de aquí y allá, además de una que otra tesis y monografías universitarias, permiten dibujar un cuadro social más afinado, desmontar algunos mitos y reconocer que en las Logias se jugaban procesos muy parecidos a los que se vivían en los cafés, sociedades literarias o clubes cívicos, que eran lugares de conversación, de apoyo mutuo y de construcción de reputación.
                   
Tras la prohibición de las sociedades secretas en 1828, la Masonería reapareció organizada en 1833 en Cartagena, Santa Marta y Riohacha, y poco a poco se extendió a puertos y villas comerciales donde circulaban mercancías, periódicos y rumores. Allí se reunían comerciantes con almacén, abogados de juzgado, artesanos calificados que sabían leer, veteranos de guerra con heridas a cuestas y algún cura que prefería el aire liberal. Sus perfiles encajan con la noción de “élites intermedias” urbanas que usaron la Logia como espacio de capital relacional y movilidad política y reputacional.
                 
En el caso del Caribe, la pertenencia común al catolicismo y a la Logia no se vivió como contradicción, sino como trasfondo cultural compartido que daba a la sociabilidad Masónica un aire familiar y cotidiano. De hecho, era común encontrar Masones que eran padrinos en bautizos, mayordomos de cofradías, o devotos de festividades patronales al mismo tiempo que asistían a Tenidas. La vida Logial se integraba así a un calendario litúrgico que se respetaba, a funerales que se hacían con misa y procesión, y a hogares en los que se rezaba el rosario con naturalidad. En contraste, en el altiplano central la Masonería tendía a radicalizarse en clave laica y liberal, lo que la llevó a choques más directos con la Regeneración y con la influencia clerical. Esa diferencia regional marcó no solo las filiaciones políticas, sino también los estilos de vida Logial, y la Masonería adoptó, según la región, rasgos de convivencia flexible o de enfrentamiento, reproduciendo en clave local la pluralidad global de la institución.
                       
En las Logias se negociaba la convivencia entre facciones políticas, se organizaban funerales solemnes para dar respetabilidad a la causa, o se planeaba una escuela nocturna para hijos de artesanos. Allí se tejían pequeñas historias de ascenso. El maestro de escuela encontraba respaldo para ocupar una rectoría. El comerciante ampliaba su red de contactos. El joven abogado conseguía la notaría. Nada de alquimias, chacras, mantras, adivinaciones con el Tarot, ni creencias que compitieran con las cristianas, sino simples estrategias de vida, tan comunes como necesarias.
                       
El peso de lo cotidiano se hacía evidente en las lecturas en voz alta, en los ágapes en los cuales se servía lo que permitiera la tesorería de cada Logia o la donación de alguien, y en los viajes en caballo o en canoa para asistir a una Tenida en otra población. Todo ese trasfondo doméstico y material acompañaba el simbolismo y le daba un sentido práctico. Las familias también estaban presentes, aunque de manera marginal, y las esposas y las hijas participaban en obras de beneficencia o en círculos literarios, y daban legitimidad pública a los matrimonios y a los linajes.
                   
Por su lado, la primera mitad del siglo XX consolidó esta tendencia a la par de que vivió la creación de Grandes Logias masculinas (en orden de fundación: Barranquilla, Cartagena, Bogotá, Cali, Cúcuta, Bucaramanga y Santa Marta), reorganizó el panorama institucional, y en la vida cotidiana de las Logias lo que se veía mayormente eran médicos, ingenieros, empleados públicos y comerciantes medianos que acudían con discreción a las Tenidas. Las becas, las bibliotecas y los socorros mutuos daban sentido a una práctica que se mantenía de puertas hacia adentro, mientras en el exterior la prensa conservadora y clerical insistía en hablar de conspiraciones, y lo que existía era una red de clases medias urbanas que encontraban en la Masonería un modo de afirmarse, de educar a sus hijos y de abrirse camino en la vida profesional.
                    
El siglo estuvo marcado inicialmente por la discreción y la violencia política y social entre el partido Liberal y el Conservador. Los templos seguían abiertos, pero sus miembros sabían que no era tiempo de exhibiciones. Abogados de provincia, médicos de hospital, docentes universitarios y funcionarios medianos continuaban con los rituales, pero la vida familiar y laboral pesaba tanto como la Masónica. Y en silencio se fue gestando la incorporación de las mujeres, que finalmente llegó en la primera década del siglo XXI, en medio de agrios debates y expulsiones de quienes impulsaban la iniciativa.
                       
Para una institución con dos siglos de férrea masculinidad, aquello fue un auténtico terremoto, que significaba que la Masonería dejaba de ser un asunto exclusivo de hombres y que las familias empezaban a compartir calendarios, filantropías y símbolos, lo que transformó rutinas, cuestionó inercias y permitió que lo Masónico en algunas Grandes Logias dejara de ser un secreto de hombres para convertirse en experiencia compartida.
                                
En el siglo XXI, la Masonería en Colombia está hecha de abogadas que trabajan en oficinas públicas, ingenieros que alternan la Logia con proyectos de construcción, profesoras universitarias que llevan símbolos a la reflexión pedagógica, pequeños empresarios que encuentran allí redes de apoyo, y familias que reparten el tiempo entre los rituales y las obligaciones del hogar. Sus condiciones de vida son las de una clase media urbana con estudios superiores, ingresos estables y participación cívica. Y, sin embargo, siguen repitiendo la vieja constante de usar la Logia como un espacio de sociabilidad, de movilidad y de identidad, y, como se desprende del trabajo de Mario Arango Jaramillo, ahí se reflejan no solo las grandes políticas, sino también las vidas corrientes que sostienen al país, con la particularidad de un consumo cultural superior al promedio.
                    
En el XIX, el Masón típico pertenecía a las minorías letradas urbanas, y en el XX tardío y XXI, predomina el profesional de clase media con estudios superiores. Del abogado / médico / comerciante decimonónico se pasó a un mosaico de profesionales universitarios, y en ambas etapas, la Logia ha operado como dispositivo de confianza y recomendación, que funcionó como un “ascensor reputacional” para élites intermedias liberales en el siglo XIX, como estabilizador de clase media profesional en el institucionalizado siglo XX y en el XXI se pluralizó. En realidad, no ha sido un mecanismo mágico de ascenso, pero sí un cuerpo prismático con efectos acumulativos.
                    
Mirada desde arriba, la Masonería colombiana parece una sucesión de fundaciones y fechas, y mirada desde abajo, aparece como un laboratorio de modernidad cotidiana donde se cruzan la lectura de medios, la búsqueda de contactos, y el deseo de reconocimiento, no siendo la historia de una conspiración ni la de una rareza, sino la de vidas comunes que encontraron en el templo un lugar para afirmarse frente a los retos de cada época, y a veces de (también hay que decirlo) satisfacer el ego.
                   
La Masonería, vista así, es apenas un espejo de vidas comunes que, generación tras generación, se han empeñado en mantenerla viva, y se puede decir que ha funcionado como un laboratorio de modernidad cotidiana, un dispositivo de confianza que articula capital social, reputación y movilidad, además de ser un escenario en donde las clases medias colombianas han ensayado formas de ciudadanía, han administrado tensiones políticas y religiosas, y han mantenido una particular forma de ayuda mutua.
                 
Más que un misterio reservado a Iniciados, la Masonería ha sido en Colombia una tecnología social de cohesión, y un lenguaje ritual y simbólico que permitió a grupos heterogéneos de Masones de a pie reconocerse entre sí, proyectarse hacia la esfera pública y sostener aspiraciones de movilidad.
                                                      
Y en esa insistencia, con sus luces y sus contrastes, puede que esté el verdadero secreto de su éxito en el tiempo, porque sus presidentes, ministros y congresistas poco han hecho por ella. 

También hay que decirlo.
                  
                  
                   

                         

                   

                        

viernes, 17 de octubre de 2025

150 AÑOS DEL CONVENTO DE LAUSANA QUE REDEFINIÓ EL REAA

Por Iván Herrera Michel
                   
Águila Bicéfala diseñada en Lausana en 1875
En este año de conmemoraciones en el que el mundo Masónico recuerda los ciento cincuenta años del Convento de Lausana, conviene entender que no se trata de un simple aniversario sino de un reencuentro con el momento en que el Rito Escocés Antiguo y Aceptado (REAA) se miró con honestidad en su propio espejo y decidió preguntarse quién era y hacia dónde iba, porque en aquellas dos semanas de septiembre de 1875 se discutió con serenidad lo que aún seguimos debatiendo entre columnas, que es si la fe y la razón pueden convivir bajo un mismo techo, si la tradición puede renovarse sin perder su alma y si la unidad puede existir sin uniformidad. Los actos conmemorativos de los que me llegan noticias en Europa, América y África evocan una semilla viva que sigue dando frutos en cada Jurisdicción del REAA femenino, mixto o masculino, en donde el pensamiento libre intenta sostenerse sobre la fraternidad y el respeto.
                          
Durante dieciséis días de aquel septiembre helvético, once Supremos Consejos se reunieron bajo la presidencia del suizo Jules Besançon, cuya mesura encarnó el tono que la reunión necesitaba, y entre las paredes sobrias del local elegido se discutieron las bases normativas y filosóficas del REAA con una seriedad que hoy sorprende por su rigor documental y su altura moral. De esas sesiones nacieron decisiones prudentes y valientes a la vez, pues se revisaron las llamadas Grandes Constituciones de 1786 atribuidas a Federico II de Prusia y se reconoció, con sentido histórico, que su origen era más legendario que real, aunque su autoridad jurídica se había consolidado por el consenso de casi un siglo. En lugar de derogar el texto se le revisó con cuidado, se corrigieron las obviedades del tiempo, y se lo ratificó “en cuanto no se opusiera” a los principios aprobados en Lausana. Ese gesto de equilibrio salvó la continuidad del Rito, y dejó como lección que la tradición se defiende mejor cuando se le entiende y no cuando se le idolatra.
                       
El punto que incendió los debates fue el primer artículo de la Declaración de Principios redactada por una comisión presidida por Adolphe Crémieux y revisada por el Barón Tassin, en donde se afirmaba que “la Francmasonería proclama la existencia de un Principio Creador bajo el nombre de Gran Arquitecto del Universo”. Aquella frase, pensada para unir, terminó marcando una frontera entre quienes veían en ella la más alta expresión de la espiritualidad y quienes creyeron que abría la puerta a la ambigüedad filosófica. El delegado escocés William T. S. Mitchell consideró que el texto debilitaba la noción de un Dios personal y abandonó la asamblea antes de la clausura, mientras que Inglaterra optó por permanecer y firmar, interpretando que la fórmula preservaba lo esencial. En esa divergencia se plantó la semilla de tres interpretaciones que aún hoy dividen, enriquecen y definen a la Masonería practicante del REAA en el mundo entero.
                       
A partir de entonces el Convento de Lausana fue leído desde tres miradas distintas que corresponden a los tres grandes grupos históricos que hoy lideran el conjunto de Supremos Consejos del planeta y que, de algún modo, continúan dialogando a través de la distancia histórica. La Jurisdicción Sur de los Estados Unidos, heredera de Albert Pike, entendió Lausana como un exceso de racionalismo y un riesgo de relativismo doctrinal, y por eso conservó con firmeza su defensa del carácter teísta del Rito como columna vertebral. A su vez el Supremo Consejo de Francia, guardián de los documentos originales y artífice de una interpretación humanista, vio en Lausana una afirmación luminosa de la libertad de conciencia, y sostuvo que la fórmula del “Principio Creador” no era una concesión al deísmo sino una expresión de respeto a la diversidad espiritual. Y por su lado, el Supremo Consejo del Gran Oriente de Francia, con su acento laico y adogmático, leyó el mismo texto como un intento que no llegó al fondo del problema, celebró su apertura, pero lamentó que no se hubiera dado el paso definitivo hacia la emancipación plena de toda referencia teológica. Entre esas tres miradas se dibuja el triángulo que aún sostiene al REAA contemporáneo, porque ninguna de las tres puede entenderse sin las otras.
                        
Con el paso del tiempo las discusiones del Convento se transformaron en una brújula que todavía orienta los debates actuales, y la prueba más clara es que ningún Supremo Consejo, “regular”, "tradicional" o “liberal”, puede explicarse hoy sin recurrir directa o indirectamente a Lausana y a las reflexiones que de él se desprendieron. Allí se discutió la relación entre historia y mito, entre fe y razón, entre autonomía y confederación, y de ese crisol surgió la conciencia moderna del REAA. Lausana no dio uniformidad, dio método, y ese método ha sido la piedra angular de las reformas, de las disidencias y también de las reconciliaciones que jalonaron la historia posterior. No se puede entender el Rito Escocés Antiguo y Aceptado sin ese espejo suizo, porque fue allí donde el Rito dejó de ser solo un conjunto de Grados y se convirtió en una ética del pensamiento, un equilibrio entre tradición y lucidez crítica.
                       
En realidad, la resonancia de Lausana fue mucho más amplia que la de sus muros y actas, porque las ondas de aquel debate llegaron también a América y se mezclaron con el trabajo de nuestras propias Logias, desde la Patagonia hasta el Rio Grande y el Caribe, en donde el Rito fue aprendiendo a pronunciarse con acento americano sin renunciar a su raíz de Europa occidental. Tal vez por eso los latinoamericanos solemos leer Lausana no como un museo de fórmulas, sino como una lección viva sobre cómo conciliar razón y emoción, tradición y cambio, espíritu y ciudadanía. Esas resonancias, que todavía vibran en las Columnas de cada Oriente de la región, recuerdan que la universalidad de la Masonería se mide mejor por su capacidad de traducirse que por su pretensión de uniformidad.
                        
A ciento cincuenta años de aquella reunión, lo que hoy se conmemora no es un acto administrativo del pasado sino una lección de estilo. Lausana enseñó que los desacuerdos no destruyen si se sostienen con respeto, que la diversidad no fragmenta cuando se apoya en principios, y que la Masonería solo puede sobrevivir cuando sabe pensar sin miedo y creer sin imposición. Al recordar a los hombres que firmaron el 22 de septiembre de 1875, no los honramos por haber resuelto todos los dilemas sino por haberlos planteado con nobleza. El verdadero homenaje no se celebra con discursos sino con prácticas, y el mejor modo de conmemorar el Convento de Lausana es replicar su método en nuestro tiempo, de debatir sin desdén, construir sin exclusión y buscar sin arrogancia.
                       
Al cerrar este ciclo conmemorativo observo que el espejo de Lausana sigue ahí, devolviendo no una imagen fija sino el reflejo cambiante de lo que somos y de lo que aún debemos atrevernos a ser. A veces creo que el mayor legado de 1875 no fue su Declaración de Principios, sino la actitud de quienes se reunieron a debatir sin miedo, con la serenidad de quien sabe que la verdad no se conquista, sino que se cultiva. El Convento de Lausana permanece abierto cada vez que un Masón pronuncia una palabra para pensar y no para imponer su pensamiento, y en ese acto discreto y luminoso está el verdadero homenaje a quienes, hace ciento cincuenta años, tuvieron el valor de discutir el presente y el futuro del REAA con la misma dignidad con que otros se limitan a repetir el pasado.
            
Porque una Orden que olvida su capacidad de disentir con decoro termina convirtiéndose en la estructura sin pensamiento propio que prometió transformar.
                        

                         

jueves, 9 de octubre de 2025

ENTRE EL MITO TEMPLARIO Y LA CLARIDAD DE LA HISTORIA

Por Iván Herrera Michel
           
En nuestras Logias y charlas de ágapes entre Hermanos y Hermanas vuelve recurrentemente la misma pregunta de si los Masones somos herederos secretos de los templarios. A veces lo preguntan los mismos con cierto orgullo, como si ese falso linaje monacal caballeresco fuera lo que le ha dado brillo a la Orden, y debo confesar sin rodeos que, cada vez que escucho esa historia siento que nos aparta de lo que de verdad importa de la raíz histórica, lo verdaderamente iniciático de la Masonería y el deber ser del Masón y la Masona, que es lo que se soporta con nombres y documentos verificables que nadie puede inventar.
                      
Por eso recibo con alegría la noticia del nuevo libro "El mito templario y los orígenes de la Masonería", de Raúl Renowitzky Comas, publicado por la Editorial Kier, que vuelve a demostrar su buen ojo para ofrecer títulos que marcan agenda en el debate Masónico y cultural. Conozco personalmente las conferencias y los escritos del autor y sé que tiene la virtud de aclarar sin pontificar, desmontar sin herir y de devolver serenidad allí donde otros prefieren el ruido, de tal manera, que solo espero de las páginas del libro un mapa claro y sin fantasías ni delirios de nuestro tránsito, desde aquellos gremios medievales y las pragmáticas de Schaw, pasando por Anderson, hasta ese Big Bang que dio inicio a la globalización y a la glocalización de la Masonería especulativa.
                    
Un libro de historia documentada más que un lujo erudito, es la llave que nos permite comprender el presente sin naufragar en el mito y mantener el hilo invisible que une una generación con las que le precedieron. Lo valioso de la obra de Renowitzky Comas es que pone en su lugar el mito templario, y que lo haga con elegancia y rigor, recordándonos que la historia real siempre supera a la ficción. En medio de tanta retórica ligera y seudoesoterismos de ocasión, un libro de este estilo devuelve dignidad al debate y nos recuerda que nuestra fuerza está en la piedra trabajada, la palabra compartida y la fraternidad practicada, no en burbujas de caballerías de novela.
                       
Lo espero con entusiasmo porque sé que me dará nuevas claves para pensar la Masonería real. Es decir, la que necesita menos espadas y más lucidez, menos genealogías inventadas y más responsabilidades con el presente. Sospecho que abrirlo será como escuchar a alguien que te habla con la verdad sin maquillaje. Leerlo, presiento, que será también como un acto iniciático.
             
Al final, uno no abandona un mito sin más, sino que entra en la claridad de la historia. Y esa claridad, como la del Caribe que no conoce de sombras duraderas, es la misma que mantiene viva la Masonería que quiero seguir practicando.
          
Celebro además que haya sido publicado por la Editorial Kier, que en tantas ocasiones ha sabido poner en circulación libros que terminan convirtiéndose en imprescindibles en nuestras bibliotecas. Y por último, agradezco este que, con elegante bisturí, nos recuerda que la Masonería no necesita de templarios para brillar, sino de Masones dispuestos a pensar con la frente despejada.
                      

Gracias, Q:. H:. Raúl, por darnos este bisturí para cortar mitos sin anestesia.

                                 

lunes, 29 de septiembre de 2025

LA LOGIA COSTEÑA QUE ABRIÓ EL CAMINO JURIDICO DE LA ORDEN EN COLOMBIA

Por Iván Herrera Michel
                    
Al cumplirse 90 años de su fundación, la Logia Estrella del Sinú se levanta como una memoria viva de Montería y un testimonio de que la audacia también escribe historia desde los márgenes.
                 
La fundación de la Respetable y Benemérita Logia Estrella del Sinú No. 57 (hoy 57-2-8), en la ciudad de Montería, Colombia, y su obtención de la primera personería jurídica otorgada en Colombia a una Logia Masónica, en los 30s del S. XX, no fue una cosa del azar ni un antojo pasajero del destino, sino la suma de fuerzas que venían madurando desde mucho antes. Fue, más bien, la expresión valiente de un largo proceso en el que confluyeron estructuras políticas, sociales, económicas y culturales.
                        
Para entenderlo, hay que mirar a la Montería de los años 30 del siglo XX como un espacio con memoria larga. El valle bajo del Sinú, con sus tierras fértiles y su clima benigno, había sido desde siempre un lugar privilegiado para la ganadería. Allí se formó una economía dominada por los grandes hatos de unas pocas familias que acumulaban ganado, tierras y poder político. Esa oligarquía pecuaria mantenía el pulso económico de la región, y a partir de ella se consolidó una élite próspera que no solo podía modernizar técnicas, sino también capitalizar un comercio en expansión.
                           
En paralelo, la ciudad se transformaba poco a poco. Entre 1908 y 1938 se dieron pasos decisivos hacia la modernidad urbana. Llegó la primera empresa telefónica, surgió el periódico Fiat Lux, que fue el primero de la ciudad, se inauguró el alumbrado eléctrico y Montería fue reconocida como la capital de la provincia del Alto Sinú. El Teatro Roxi, luego Teatro Montería, abrió sus puertas en 1913, el Instituto del Sinú se fundó en 1924 y en 1938 la emisora de radio Ondas del Sinú comenzó a llevar la voz de la ciudad más allá de sus calles polvorientas. Con cada uno de estos avances, Montería adquiría instituciones y espacios que la acercaban a la modernidad nacional, aunque en lo político y administrativo seguía rezagada en comparación con otras ciudades. Se podría decir que la mentalidad monteriana de aquellos años era un mosaico de tradición campesina y ambición moderna, en la que la gente celebraba con orgullo cada nuevo logro, pero al mismo tiempo sufría la frustración de que muchas de las decisiones fundamentales se seguían tomando en Bogotá.
                       
El panorama político de aquellos años fue turbulento y polarizado. Durante décadas, el Partido Conservador había detentado el poder local, pero su hegemonía comenzó a resquebrajarse con la irrupción liberal, en sintonía con los cambios nacionales. El episodio más dramático ocurrió el 1 de febrero de 1931, en plena jornada de elecciones para corporaciones públicas, cuando la tensión se desbordó y los conservadores, enardecidos por la disputa con los liberales, incendiaron la ciudad. Cientos de casas ardieron y todavía hoy, quienes lo escucharon de sus mayores recuerdan ese episodio como una cicatriz colectiva que dolió durante generaciones, y Montería conoció de golpe el rostro violento de su fractura política interna. El incendio se convirtió en el símbolo del ocaso del conservatismo local y coincidió con el giro que significó la elección como Presidente de Enrique Olaya Herrera en 1930 y la de Alfonso López Pumarejo en 1934 que inauguraron la llamada República Liberal (1930-46), que sucedió a la prolongada Hegemonía Conservadora (1885-1930). Ese vuelco abrió paso a las reformas sociales, al laicismo estatal y a libertades hasta entonces negadas. En ese nuevo clima ideológico, la Masonería de Montería, vista como afín al liberalismo, encontró en el gobierno de López Pumarejo un aliado decisivo.
                            
Por otra parte, para Córdoba, aún sin la minería que vendría décadas después, la permanencia de una economía rural ganadera significó cierto dinamismo en tiempos difíciles. El valle del Sinú, vinculado históricamente a los mercados del Caribe (sobre todo de Cartagena y Barranquilla) mediante el transporte fluvial, pudo sostener la comercialización de ganado y productos agrícolas a pesar de que los mercados internacionales se contrajeron. En suma, a mediados de los 30 la región contaba con una situación económica relativamente estable basada en sus explotaciones agropecuarias.
                             
Fue en ese clima liberal y relativamente próspero cuando la Masonería encontró un terreno fértil. La “Revolución en Marcha” de López Pumarejo promovió libertades civiles inéditas. En 1935 el Congreso aprobó la Ley 62, por iniciativa del parlamentario y Masón Alfonso Romero Aguirre, nacido en el municipio sabanero de Sincé, en el hoy Departamento de Sucre, que dispuso de manera explícita, con palabras y acentos que debieron sonar revolucionarias en boca de un joven congresista costeño, que "Las Sociedades Masónicas podrán obtener del Gobierno Personería Jurídica”. Aquello significó un antes y un después porque por primera vez las Logias podían inscribirse legalmente y poseer un patrimonio, y Montería se atrevió a llevar la norma a la practica.
                          
En ese estado de cosas, la Logia Estrella del Sinú No. 57, fundada el 16 de febrero de 1936, dos años después, el 9 de mayo de 1938, solicitó a través de la Gobernación del Departamento de Bolívar, y obtuvo la Resolución No. 96 firmada por el Presidente Alfonso López Pumarejo y el Ministro de Gobierno Alberto Lleras Camargo que la reconoció como persona jurídica. Ninguna otra Logia de las ciudades grandes (ni en Bogotá, ni en Cartagena, ni en Barranquilla, ni en Cali, ni en Bucaramanga, Etc.) se atrevió a dar ese valiente paso, por temor a la tormenta política que se vivía por el cambio de partido en el gobierno. Fue Montería, desde su aparente periferia, la que valientemente les abrió el camino.
                               
La ciudad, aunque periférica en apariencia, ya comenzaba a afirmarse como un nodo intermedio entre la economía rural sinuana y los grandes centros urbanos del Caribe. En los años treinta no era solo un hervidero político y un centro ganadero, sino también un lugar en donde la vida cotidiana giraba en torno al río Sinú, en donde los planchones cargados de reses y de maíz iban y venían, en donde en las plazas se encontraban comerciantes y campesinos todos los días, y en las fiestas populares el fandango y las gaitas encendían la noche. El puerto fluvial era la arteria vital de la ciudad, porque por allí entraban las noticias que llegaban desde Barranquilla y Cartagena. La imprenta y la radio añadieron nuevas formas de conversación pública, pero seguía siendo en la calle y en el mercado en donde la ciudad respiraba. Paralelamente, la prosperidad ganadera y el brillo de las élites no ocultaban que, al mismo tiempo, la mayoría de los monterianos eran campesinos, jornaleros y artesanos que vivían con escasos recursos y pocas oportunidades de ascenso social. Las mujeres, aunque relegadas en la vida pública, comenzaban a abrirse espacio en la educación secundaria y en el magisterio, desafiando silenciosamente las barreras de la época.
                               
Lo que ocurría en Montería no estaba aislado de las corrientes que agitaban al país y al Caribe. El auge liberal de los años treinta resonaba en ciudades como Barranquilla y Cartagena, en donde la prensa y los debates parlamentarios empujaban la agenda de reformas, y al mismo tiempo llegaban noticias del mundo sobre la crisis del capitalismo, la expansión de los totalitarismos en Europa y los vientos de modernidad cultural. Montería, aunque periférica, dialogaba con esos procesos, y a través de su puerto fluvial circulaban ideas, periódicos y viajeros que traían nuevos discursos, junto con el influjo de inmigrantes extranjeros, en particular familias árabes que se asentaron en la región, abriendo almacenes, tejiendo redes comerciales y aportando nuevas formas de gastronomía y sociabilidad urbana.
                                
La creación de la Logia Estrella del Sinú ilustra esos procesos de cambio social. Cuando nació, en Montería emergía una nueva élite liberal, compuesta por comerciantes, profesionales y terratenientes que compartían valores progresistas y buscaban nuevas formas de sociabilidad civil más allá de las tradicionales conservadoras. La Logia funcionó como un espacio de capital social entre los promotores de la modernidad local, similar a como describiría Weber las asociaciones de poder, para difundir ideas laicas, promover la educación y articular una red de influencia política y cultural.
                           
La Estrella del Sinú materializó la transición de Montería de un pueblo conservador a una sociedad civil liberal y modernizadora, en donde la Masonería ofreció un símbolo y una red comunitaria. La combinación del liberalismo en el poder nacional, una élite local enriquecida por la ganadería y un entorno cultural más dinámico explica, en última instancia, por qué en 1936-38 surgió y se legalizó la Estrella del Sinú. Así, no solo fue simplemente una organización Masónica más, sino además el símbolo visible de que la modernidad liberal había encontrado su lugar en Montería.
                           
Y quizá lo más hermoso de su legado sea que en un rincón del Caribe, entre calles polvorientas en donde todavía olía a ganado y a maíz recién molido, a orillas de un río atemporal, un pequeño grupo de sus hijos decidió abrir una puerta al futuro, leyó los signos de su tiempo y, con la entrega de quien siembra para los que vendrán, dejó una luz que todavía guía. Y allí, en donde hubo letargo conservador, encendieron un faro que aún hoy recuerda en su 90 aniversario que la historia también se escribe con valentía y audacia desde los márgenes.
                           
Hoy, cuando los desafíos democráticos y culturales reclaman espacios de fraternidad incluyente, la Estrella del Sinú recuerda con sus Masones y Masonas que desde los márgenes también se pueden seguir sembrando símbolos y justicia social duraderos, capaces de inspirar a nuevas generaciones en la construcción audaz de un mundo más libre.