Palabras pronunciadas el 1° de febrero de 2025 en el Or:. de San José de Cúcuta, República de Colombia, en el marco de los actos conmemorativos del 5° Aniversario de la Muy Respetable Gran Logia Universal Obreros del Silencio.
Por Iván Herrera Michel
Es un verdadero honor para mí dirigirme
a ustedes en esta ocasión tan especial en que la Gran Logia Universal Obreros
del Silencio cumple 5 años de haber encendido fuegos, y antes de iniciar mis
palabras, quiero hacerle un reconocimiento muy especial por la incansable
dedicación, esfuerzo y visión que ha tenido en bien de la Masonería en general
y del Or:. de Cúcuta en particular.
También quiero decirles que agradezco
profundamente la oportunidad que me brindan de compartir este momento con todos
ustedes, y reconocer el compromiso con el que, día a día, contribuyen a la
consolidación de nuestros objetivos y principios.
Hablar de la Masonería en América Latina
es referirse a una apuesta por la dignidad humana en su forma más auténtica. En
una región que lleva siglos debatiéndose entre la promesa de un futuro mejor y
las cadenas del pasado, el aporte de la Masonería no se limita a ser una
tradición filosófica; sino, que más bien, es un ejercicio constante de
resistencia ética y un faro que ilumina el camino hacia una sociedad más justa.
La Masonería surge como una respuesta
necesaria a contextos de opresión. En América Latina, una opresión que tuvo
inicialmente rostro colonial. Un sistema que relegó a los pueblos originarios, esclavizó
a los afrodescendientes y construyó sociedades mestizas y mulatas profundamente
desiguales, y más tarde, adoptó otras formas: dictaduras militares, oligarquías
cerradas y la persistencia de privilegios para unos pocos a costa de muchos.
En ese escenario, la Masonería se
posicionó como un espacio donde se discutía la idea de la libertad no como un
concepto abstracto, sino como una meta concreta. En la Orden, la libertad
significa no solo liberarse de la tiranía política, sino también de las cadenas
del dogmatismo, del fanatismo religioso y de las estructuras sociales que
perpetúan la miseria. Y junto a ella, la igualdad no se entiende como la
imposición de una uniformidad artificial, sino como el reconocimiento de la
dignidad intrínseca de cada ser humano, sin importar su origen, credo, género o
condición económica para asegurar que las leyes sirvan a todos los ciudadanos
por igual, sin supremacismos, privilegios ni exclusiones, así como el acceso a
la educación, la salud y la justicia.
América Latina vive entre sus raíces y
sus aspiraciones. Mientras sus pueblos celebran la riqueza de sus tradiciones,
también anhelan un futuro donde las desigualdades históricas sean cosa del
pasado. La Masonería tiene la capacidad única de tender un puente entre ambos
mundos.
Desde su respeto por la diversidad
cultural, la Masonería no busca destruir el pasado, sino reinterpretarlo a la
luz de los valores universales de justicia y solidaridad. Al mismo tiempo,
promueve una visión de futuro donde la modernidad no sea sinónimo de exclusión
ni de depredación, sino de un progreso que beneficie a todos. En donde la
acumulación de riqueza no vaya acompañada de la acumulación de pobreza.
Sin embargo, la Masonería no está exenta
de desafíos. Si aspira a ser un actor relevante en el presente, debe empezar
por ser coherente consigo misma. Esto implica abrir sus puertas a quienes
históricamente han sido excluidos: mujeres, jóvenes, pobres, personas de todas
las orientaciones sexuales y orígenes sociales. No basta con proclamar la
igualdad; es necesario practicarla. En ese sentido la Gran Logia Universal Obreros
del Silencio, es uno de los pocos meritorios ejemplos colombianos que se han
adelantado a la historia con una propuesta coherente para aterrizar el discurso
de valores con la práctica de una Masonería incluyente. Las Logias tienen la
responsabilidad de ser disruptivas, de cuestionar, de proponer nuevas formas de
organización y acción.
La Masonería tiene un papel vital en la
construcción de una América Latina que esté a la altura de su potencial. En un
continente lleno de promesas incumplidas y contradicciones profundas, sus
principios no son solo ideales filosóficos, sino herramientas prácticas para enfrentar
los desafíos del presente.
Ser Masón en América Latina no es
simplemente un título; es un compromiso. Es entender que la libertad, la
igualdad y la fraternidad no son metas alcanzadas, sino tareas inacabadas que
requieren de nuestra energía y convicción. Y es también aceptar que, aunque el
camino esté lleno de obstáculos, la lucha por un futuro mejor vale cada
esfuerzo. En el tablero de la historia, la Masonería no es un simple
espectador. Es una jugada audaz, una apuesta por la razón, el humanismo y la
esperanza.
Hablar
de la relación entre la Masonería y Colombia es algo más que un ejercicio
académico: es una invitación a mirar los hilos, a veces visibles y otras no
tanto, que tejieron la historia política y cultural de nuestro país. La Masonería,
con su vocación universalista y sus ideales de libertad, igualdad y
fraternidad, no fue un actor externo ni una curiosidad histórica, sino una
fuerza viva y pulsante en los debates y transformaciones que definieron nuestra
historia republicana.
Pero no
todo en esa relación fue idílico ni exento de contradicciones. Los valores Masónicos,
aunque presentes y a menudo influyentes, no siempre encontraron un terreno
fértil en un país profundamente dividido entre los bandos liberal y
conservador, entre la tradición colonial y el ímpetu modernizador. Sin embargo,
en medio de esas tensiones, la Masonería logró aportar un conjunto de
principios que marcaron la senda de la República naciente, y eso merece un
análisis más pausado y humano.
Pocos
conceptos resonaron tanto en el siglo XIX colombiano como el de libertad. Pero no
solo la libertad política, esa que se luchó en los campos de batalla contra el
dominio español. Era también la libertad de pensamiento, de conciencia y de
expresión, que encontró en la Masonería un terreno fértil para florecer.
La
libertad, sin embargo, fue un sueño más fácil de proclamar que de realizar. La
Colombia de los siglos XIX y XX siguió arrastrando el peso de una estructura
social colonial, y la independencia no trajo de inmediato una verdadera
emancipación para todos. Los esclavos, los indígenas y las clases populares
siguieron enfrentando formas muy concretas de opresión. La Masonería, al menos
en su vertiente más progresista, fue una voz que clamó por ampliar ese
horizonte de libertad, aunque no siempre con el éxito que sus ideales
prometían.
En una
sociedad profundamente marcada por las jerarquías de casta y privilegio
heredadas de la Colonia, el ideal Masónico de igualdad era una declaración
radical. Y aquí es donde entra en escena una de las reformas más emblemáticas
del siglo XIX: la abolición de la esclavitud en 1851, promovida por líderes
como José Hilario López, quien compartía vínculos con los principios Masónicos.
Fue un momento de justicia largamente esperado, pero también de tensiones y
resistencias.
La
igualdad, en la práctica, fue un terreno lleno de contradicciones. Y, sin
embargo, el solo hecho de que este valor estuviera presente en los debates
políticos y sociales ya era un logro significativo. Y si hay un valor Masónico
que parece casi utópico en el contexto colombiano, ese es el de la fraternidad.
¿Cómo hablar de solidaridad y unidad en un país desgarrado por guerras civiles
desde la de los Supremos en 1839, donde nos hemos enfrentado con una ferocidad
que a menudo parece insuperable?
Y, sin
embargo, la fraternidad no es un mero ideal abstracto. En las Logias se sientan
juntos Masones de todos los bandos, unidos por un compromiso común con los
principios Masónicos, aunque fuera de los Talleres, en la arena política, sean
adversarios. Esta dualidad puede parecer contradictoria, pero refleja el
espíritu mismo de la Masonería: un espacio donde las diferencias se subordinan
a un propósito superior.
Claro
que no siempre funcionó. Las pasiones políticas muchas veces desbordan
cualquier intento de conciliación. Pero no debemos subestimar el papel de las Logias
como espacios de encuentro en una sociedad profundamente polarizada. Tal vez no
logran resolver todos los conflictos, pero sí ofrecen, al menos, un modelo de
diálogo y respeto mutuo que aún hoy tiene mucho que enseñarnos.
La vida
republicana colombiana, es, en muchos sentidos, una época obsesionada con la
idea de progreso. Es el sueño de dejar atrás el atraso colonial y construir una
nación moderna, ilustrada y próspera. La Masonería comparte esa visión y la
traduce en un énfasis en la educación, la ciencia y las reformas sociales.
Desde sus Logias se impulsaron reformas educativas que buscaban formar
ciudadanos ilustrados. Las Logias funcionan como pequeños laboratorios de
ideas, donde se han discutido no solo cuestiones filosóficas, sino también
proyectos muy concretos para modernizar el país.
Mirando
hacia atrás, es fácil criticar los límites y contradicciones de la Masonería. Pero
también es necesario no olvidar lo más importante: que, en un contexto lleno de
divisiones, injusticias y desafíos, los valores Masónicos representaron una luz
en medio de la tormenta. Ofrecieron un horizonte de esperanza, una visión de lo
que podía ser posible si nos atrevíamos a soñar con una mejor sociedad.
Ese
legado, aunque a menudo olvidado, sigue siendo una inspiración. No como un
modelo a imitar sin cuestionar, sino como un recordatorio de que los ideales,
incluso cuando parecen inalcanzables, son esenciales para orientar el rumbo de
una nación.
Hablar de la Masonería en Colombia,
desde su tradición de reflexión filosófica, su estructura simbólica y su misión
de construir un “Templo Interior” como base para la acción externa, es hablar
de un sueño que sigue vivo. Es imaginar un país que todavía lucha por ser
justo, inclusivo y verdaderamente libre. La Masonería no es, ni ha sido nunca,
un simple club de ideas abstractas. Es, o al menos debería ser, un faro ético
en medio de un océano de desigualdad, polarización y violencia que ha marcado
nuestra historia como nación.
Colombia, con su geografía exuberante y
su diversidad cultural, también es un país herido. Herido por las cicatrices de
la conquista, las guerras civiles, las exclusiones sistemáticas y las brechas
que separan a unos de otros. En este contexto, los valores Masónicos de
libertad, igualdad y fraternidad no son solo conceptos bonitos; son una guía,
un llamado urgente, una brújula para no perder el norte en tiempos de crisis.
La desigualdad es el pecado original de
nuestra sociedad. Lo fue en tiempos de la colonia, lo fue durante las guerras
de independencia, y lo sigue siendo hoy. En un país donde la riqueza y el poder
están tan concentrados, hablar de igualdad suena, para algunos, a ingenuidad o
provocación. Pero la Masonería no puede permitirse ese cinismo.
La igualdad que defendemos no es una
quimera. Es la idea de que cada colombiano, sin importar su origen, tiene
derecho a una vida digna. Es cuestionar un sistema que permite que unos pocos
acumulen demasiado mientras muchos no tienen lo suficiente. Suena utópico, pero
son las utopías las que nos mantienen despiertos y en movimiento.
Partiendo de la base de que la Masonería
no es una organización de beneficencia más (ni debería intentar serlo), las Logias
Masónicas tienen el deber de ser espacios donde se discuta, se imagine y se
propongan soluciones a esta desigualdad estructural. No desde una óptica
partidista ni con intereses económicos, sino desde una perspectiva ética,
comprometida con el bien común. Porque la igualdad no es solo un ideal. Es una
tarea diaria, una batalla que nunca termina.
No hay herramienta más poderosa para
transformar un país que la educación. Pero no cualquier educación. En Colombia,
el acceso a la educación sigue siendo profundamente desigual, y su calidad, en
muchos casos, deja mucho que desear. Más grave aún, nuestra educación suele
enfocarse en formar técnicos eficientes, pero no ciudadanos críticos.
La Masonería tiene aquí un terreno
fértil. No para competir con las escuelas o las universidades, sino para
complementarlas. Las Logias, cuando funcionan como deberían, son escuelas de
pensamiento crítico, de diálogo y de reflexión ética. Son espacios donde se
aprende a cuestionar lo establecido, a imaginar alternativas, a pensar en el
bien común.
Hablar de paz en Colombia es tocar una
herida abierta. Los acuerdos con las FARC fueron un paso importante, pero todos
sabemos que la paz no se firma; se construye. Y construirla requiere más que
acuerdos políticos; requiere justicia social, oportunidades económicas y, sobre todo, reconciliación profunda.
Aquí, la Masonería tiene un papel único
que jugar. Porque la paz no es solo la ausencia de guerra; es la presencia
activa de justicia, diálogo y respeto. Las Logias pueden ser espacios donde se
fomente la reconciliación, donde se convoque a actores diversos, donde se
propongan soluciones a los problemas estructurales que alimentan la violencia.
Si la Masonería quiere ser relevante en
el siglo XXI, debe abrirse a las nuevas generaciones. Debe ser un espacio que
invite a los jóvenes, a las mujeres, a las personas diversas, a sumarse a esta
construcción colectiva. Porque no se trata solo de conservar tradiciones, sino
de aterrizarlas en un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa.
El futuro de la Masonería en Colombia
depende de su capacidad de ser coherente con sus valores. Y eso incluye ser un
ejemplo de igualdad, de inclusión, de renovación. Las Logias no pueden ser
museos; deben ser laboratorios de ideas, de acciones, de esperanza.
En Colombia, proponer los valores Masónicos
no es solo un ejercicio filosófico; es un acto de amor por esta tierra herida,
un esfuerzo por construir un país más justo, más libre, más humano.
Colombia es un país que se construye y
se deconstruye a cada paso. Es, al mismo tiempo, una promesa y una
contradicción. Una nación que, a pesar de sus avances, sigue enfrentando sus
sombras, sus miedos, sus tensiones históricas. Aquí, la Masonería tiene un reto
urgente: ser una conciencia crítica de este proyecto de nación, no solo a
través de palabras, sino a través de acciones que resuenen con el dolor y las
esperanzas de cada colombiano.
La ética Masónica no es una abstracción
distante; es, o debe ser, una práctica cotidiana. En un país donde la
corrupción parece ser el cemento que une las piezas de la política, la Masonería
tiene la oportunidad de ser un espacio de integridad, de honestidad radical.
Esto no quiere decir que los Masones sean seres perfectos, pero sí que los
principios que guían sus vidas deben ser ejemplares en el espacio público.
Colombia necesita más que nunca ejemplos
de liderazgo auténtico, personas que no estén dispuestas a vender sus valores
por el poder o el dinero. Los Masones, al abrazar los valores del progreso y la
justicia social, tienen la oportunidad de construir una ética pública sólida,
que se haga carne en sus comunidades, en sus trabajos, en sus relaciones. La
ética Masónica no puede quedarse dentro de las paredes de las Logias. Si
realmente queremos que Colombia se transforme, necesitamos que esos principios
sean el faro que guíe nuestra vida social y política.
La Masonería siempre ha hablado de la
construcción del "templo interior", una tarea que involucra el
perfeccionamiento del ser humano, el entendimiento profundo de la vida y el
mundo que lo rodea. Pero en un país como Colombia, el idealismo debe ser
entendido no solo como una cuestión personal, sino también como una dimensión
que debe proyectarse en la construcción material de una sociedad más justa.
Aquí, el desafío es reconciliar el idealismo con el realismo, alejados de caer
en el escapismo o en el olvido de los problemas terrenales.
El panorama político y social de
Colombia parece estar dominado por un ciclo eterno de promesas rotas y
frustraciones colectivas. La desconfianza ha calado profundamente en el alma
del pueblo colombiano. Es fácil caer en el pesimismo y pensar que el cambio
real nunca llegará. La Masonería, sin embargo, no puede rendirse ante esta
desesperanza.
Un Masón no debe ser solo un pensador;
debe ser un actor en su comunidad. La reflexión debe llevarnos a la acción. La Masonería
tiene la responsabilidad de ser un faro de esperanza realista, que no ignore
las dificultades, pero que también sea capaz de inspirar cambios palpables. No
se trata de hacer promesas vacías, sino de generar acciones concretas que
rompan con la fatalidad y el escepticismo.
Uno de los mayores retos de la Masonería
en Colombia es, quizás, su falta de presencia en el imaginario colectivo. Los Masones
suelen ser percibidos como un grupo cerrado, elitista, incluso conspirativo.
Esta imagen limita la capacidad de la Masonería para influir en la sociedad de
manera más amplia. El verdadero legado Masónico debe ser uno de apertura, de
inclusión y de trabajo conjunto con las distintas fuerzas progresistas del
país.
La Masonería debe reinventarse para ser
una institución que se conecte con las nuevas generaciones, que hable su
idioma, que entienda sus preocupaciones y que sepa articular sus valores en una
sociedad que cambia rápidamente. Es una cuestión de supervivencia, pero también
de responsabilidad histórica. La Masonería, al igual que Colombia, no puede
vivir solo del pasado. Necesita proyectarse hacia el futuro, con la vista
puesta en la construcción de un mejor país. En las Logias, todos somos iguales.
No importa de dónde venimos, qué clase social representamos, o qué ideas
profesamos. Lo que importa es el compromiso con los valores comunes, con la
ética del servicio, con la construcción de una sociedad más humana.
La Masonería en Colombia no puede
limitarse a ser una tradición que se mira a sí misma. Debe ser un motor de
cambio que responda a los retos actuales del país. En este camino no estamos
solos. Somos parte de una comunidad global que también lucha por la paz, la
justicia y la dignidad humana. Pero el verdadero desafío, como siempre, está
aquí, en nuestra tierra, en nuestras ciudades, en nuestras casas. Y es ahí
donde la Masonería debe dejar su huella, como un testimonio de que el cambio es
posible, si somos valientes, si somos sinceros, si estamos dispuestos a actuar.
La Masonería colombiana debe entender
que a su tarea de transformar la sociedad no le es dado hacerla en solitario,
sino de la mano de otros actores sociales. Somos pocos numéricamente y no
contamos con un gran patrimonio. De hecho, en total en Colombia somos, en el
mayor de los casos unos 2.500 Masones y Masonas (o lo que es lo mismo, apenas
la mitad del 1% del 1% de la población nacional, o sea, el 0.005% de los
colombianos), y la mayor parte de nuestros activos está representada por
inmuebles improductivos.
Pero no son datos que deben
desanimarnos. Aunque una asociación represente menos del 1% de la población, su
relevancia en la construcción de una sociedad más justa y solidaria puede ser
decisiva, siempre que esté guiada por una misión clara y unos valores
humanistas bien definidos. La historia nos muestra que las grandes
transformaciones sociales no han sido impulsadas necesariamente por las masas,
sino por pequeños grupos que, con visión y coherencia, han liderado procesos de
cambio cuyos efectos han repercutido mucho más allá de su ámbito inmediato. En
este sentido, las Logias Masónicas progresistas han jugado un papel histórico
como catalizadores éticos en momentos de cambio.
Desde un enfoque ético, las Obediencias Masónicas
deben reconocerse como referentes morales, capaces de ofrecer orientación en
tiempos de incertidumbre. Los valores humanistas - libertad, igualdad y
fraternidad - no dependen del tamaño de los grupos que los defienden, sino de
la solidez con la que se practican y promueven. En este punto, es fundamental
recordar que el verdadero impacto de una asociación radica en su capacidad para
ser ejemplo vivo de estos principios, legitimando así su influencia ante la sociedad.
El análisis histórico confirma que el
impacto de estos núcleos comienza en lo local. Las revoluciones, las reformas y
los movimientos sociales más significativos de la historia suelen tener su
origen en iniciativas concretas desarrolladas en entornos específicos. Las Logias
que han asumido su responsabilidad social a través de proyectos han demostrado
que las acciones, aunque limitadas en alcance inicial, pueden convertirse en
semillas de transformaciones más amplias. Este principio, que es evidente desde
los movimientos ilustrados del siglo XVIII hasta los procesos de
descolonización del siglo XX, subraya la importancia de la acción directa en el
contexto inmediato.
Además, el estudio de los procesos
sociales enseña que ninguna transformación significativa se produce en
aislamiento. Las asociaciones progresistas, como las Logias Masónicas, deben
establecer redes de colaboración con otros actores sociales: movimientos
ciudadanos, universidades, organizaciones no gubernamentales y líderes
comunitarios. La interconexión de estos actores no solo refuerza sus
capacidades, sino que también amplifica su mensaje. Las alianzas estratégicas
han sido, históricamente, una constante en el éxito de las minorías que han
buscado promover valores universales.
La educación, por su parte, ocupa un
lugar central en este esquema. Desde la Antigüedad, la difusión del
conocimiento ha sido el motor que ha permitido a las ideas transformadoras
permear sociedades enteras. Las Logias Masónicas, en particular, han jugado un
papel crucial como espacios de debate, reflexión crítica y formación ética. Es
en estos contextos donde se han gestado no solo teorías sociales, sino también
la sensibilidad necesaria para promover cambios estructurales en beneficio de
la humanidad.
Por último, la historia es un testimonio
contundente de que el liderazgo por el ejemplo tiene un poder que trasciende
las palabras. Las organizaciones que actúan de manera coherente con los valores
que predican se convierten en referentes de confianza y respeto. Este fenómeno
puede observarse tanto en la influencia de las primeras Logias Masónicas en los
movimientos liberales como en el impacto de los colectivos progresistas en la
historia reciente. La credibilidad, como demuestra la experiencia histórica, no
se construye a través de discursos, sino mediante prácticas tangibles y
consistentes.
El tamaño de una asociación no limita su
capacidad de influir en la historia. Los avances más significativos han
surgido, una y otra vez, de pequeños grupos con una visión clara, un compromiso
ético sólido y la voluntad de actuar. Las Logias Masónicas, como espacios de
pensamiento, acción y colaboración, tienen la posibilidad - y la
responsabilidad histórica - de convertirse en agentes activos de cambio. Desde
las primeras reuniones ilustradas hasta los movimientos contemporáneos por la
justicia social, la historia ha demostrado que no es el número lo que importa,
sino la capacidad de articular principios universales con acciones concretas.
Una Logia puede, sin duda, ser el punto de partida para la construcción de un cambio.
Por lo que debemos dejar atrás la idea
de una Masonería aislada y de una hermandad que se concibe como una entidad
cerrada. En lugar de eso, debemos abrazar la idea de una Masonería
colaborativa, que se una con las asociaciones civiles, los movimientos sociales
y todas aquellas organizaciones que compartan una visión humanista de un mundo
mejor.
Solo trabajando codo a codo con otras
organizaciones que compartan nuestros valores podemos ser verdaderos agentes de
cambio. No hay otro camino.
Muchas gracias.
Iván Herrera Michel
Or:. de San José de Cúcuta
República de Colombia
Febrero 1| de 2025 (E:. V:.)