Por Iván Herrera Michel
En 1983, mientras la nación se debatía
entre la violencia y el desconcierto, la Masonería colombiana sufría una implosión
dolorosa que aún deja cicatrices. Eran tiempos difíciles en los que el país
acababa de estremecerse con un terremoto en Popayán que dejó 267 muertos, 7.500
heridos y más de 5.000 familias damnificadas, un volcán sepultó a un pueblo entero
con un saldo de muertos tres veces mayor que el que produjo el Vesubio a
Pompeya, las calles se llenaban de
marchas populares y de duelos, el narcotráfico buscaba violentamente un sitio
en la historia y la fe en las instituciones se resquebrajaba. Los años 80s
fueron una década brutal de violencia extrema y terrorismo, las explosiones en
las calles eran rutina, las masacres y los magnicidios abrían los noticieros, (entre
ellos los de 4 candidatos y un ex candidato a la presidencia además de un Ministro
de Justicia y el Procurador General de la Nación), la toma y retoma del Palacio
de Justicia produjo un infernal holocausto, y el secuestro masivo de 14
embajadores durante dos meses le puso hasta al Vaticano los
nervios de punta.
En ese ambiente tenso, también en la
Masonería, que había sido un refugio de civismo, reflexión y modernidad, la
polarización se extendió a todos sus niveles, y se terminó repitiendo dentro de
sus templos la misma dinámica de antagonismos, violencia verbal y exclusiones que
desfiguraba al Estado. Su fractura fue, en cierto modo, un espejo de la grieta
nacional.
Todo comenzó con una disputa dentro del
único Supremo Consejo del Rito Escocés Antiguo y Aceptado que existía en
Colombia. Aquel diferendo, surgido al calor de un certamen electoral, terminó
siendo el detonante de un cisma que se extendió y convirtió la elección de un
Soberano Gran Comendador en un drama nacional. A partir de allí, lo que era
vocación de servicio se transformó en hambre de poder y lo que empezó como un
enfrentamiento entre candidatos acabó por causar un daño inmenso e irreparable a
toda la Masonería colombiana. En esa misma década en la que los partidos
políticos perdían autoridad y la gente dejaba de creer en los discursos,
también la Masonería corrió la misma suerte. Los liderazgos se contaminaron con
la lógica de la rivalidad personal, el ego se disfrazó de virtud, la autoridad
se confundió con el mando y los cabecillas de la confrontación, en campañas
beligerantes y clientelistas, les pusieron los guantes de boxeo a los Grandes
Maestros y estos, contagiados con las nuevas pasiones, se los colocaron a los
Venerables Maestros y a los Hermanos de a pie, y entonces ardió Troya.
Recuerdo bien aquel año 1983 porque fue
el de mi iniciación. Desde entonces he sido testigo de los odios, los insultos
y los silencios entre Masones. Vi rostros que se evitaban, saludos que se
congelaban y Hermanos que se negaban la palabra. Vi a Masones y familias
enteras aconsejar a sus hijos que no se iniciaran en las Logias para evitarles
el clima enrarecido que allí se respiraba. Y todavía veo, con tristeza, a
quienes amenazan con expulsar al Hermano que trata como Hermano a otro que
acaba de conocer o visita su Logia. Ninguna institución que olvida su sentido
humano puede sobrevivir indemne y la Masonería colombiana sigue pagando la
factura de haberlo hecho.
En Barranquilla, Cali, Bogotá, Santa
Marta, Etc., las disputas por la propiedad del patrimonio material del Supremo
Consejo y las Grandes Logias llegaron a los tribunales profanos, ante el
estupor de los funcionarios judiciales que no entendían como los Masones se
atacaban con tanta furia, y con el tiempo comprendí que aquella fractura no se
trataba solo de inmuebles ni de cuentas bancarias ni de registros legales, sino
de algo más profundo que la ambición material, de Grados y de cargos. Eran los
ruidos profanos nacionales ingresando atropelladamente en la Masonería y el reflejo
mismo del espíritu de una nación que empezaba a dividirse entre ganadores y
perdedores, en donde el pragmatismo erosionaba las viejas solidaridades. En los
templos ocurrió igual, y cuando la fraternidad se quebró nada volvió a ser como
antes y la Masonería colombiana perdió su rostro decente en una lucha en donde
nadie ganó y la Orden ha extraviado algo muy valioso de sí misma.
En su momento, los dos grupos
enfrentados decretaron expulsiones con el tono de los jueces infalibles y
manipularon actas y sellos creyendo que la legalidad bastaba para sustituir la
virtud. Nadie salió ileso y la institución vio disminuir su prestigio ante sí
misma y ante una sociedad que la había conocido como ejemplo de honor y pensamiento
ilustrado. Las divisiones no solo fragmentaron la autoridad del Rito Escocés,
sino que debilitaron la voz institucional de la Masonería ante el Estado y la
sociedad civil. En los foros desaparecieron los discursos sobre educación, el
estado y las ciencias sociales, y los templos, antes escuelas de ciudadanía, se
transformaron en espacios de rivalidad. Lo que debía ser una red de fraternidad
terminó como una confederación de recelos en donde ambos bandos cargan el mismo
peso moral por la manera desproporcionada en que arrollaron los principios que
juraron defender.
Por su lado, la libertad de conciencia
fue constreñida por listas de amigos y enemigos, la igualdad imposibilitada por
sanedrines en donde se decidía quién era Hermano y quién no lo era. La verdad
se deformó a gusto y la fraternidad se utilizó para exigir obediencia.
Circularon pasquines anónimos escritos desde ambos bandos, redactados con
veneno, enviados a las casas sin remitentes, que mancharon nombres y sembraron
odio en donde debía haber respeto. Nada muestra mejor el exceso que aquellas expulsiones
sin juicio, aquellas suspensiones sin causa justa y aquellos vetos que hicieron
del mallete un bastón de mando personal. La discreción pública, que siempre
había sido un escudo, se convirtió en ruido profano y el ruido en descrédito.
Muchos se alejaron cansados de la tensión. Otros eligieron el silencio, dejando
templos vacíos, columnas sin eco y bibliotecas que esperaban lectores que ya no
volvían. Esa imagen cada vez más frecuente de las sillas vacías y los quórums
frágiles es quizá la metáfora más triste de lo que ocurrió cuando el deseo de
poder se impuso al espíritu de la obra, mientras todavía hay quienes solo esperan la presencia de un mal Hermano en otra Obediencia para proclamar por todos los medios a su alcance que en esa Gran Logia todo está torcido.
Mientras los unos invocaban la
regularidad como látigo y los otros las tradiciones como armadura, la
fraternidad se sacrificó en el altar de los metales, la justicia se redujo a
venganza, la palabra fraternidad se volvió hueca y la discreción se transformó
en rumor malintencionado. Con los años, la crisis dejó de ser episodio y se
volvió una herida permanente, y aunque los protagonistas de aquella ruptura ya
casi no están (apartados de las Logias por la fatiga, la edad o haber pasado al
Oriente Eterno), el hábito del desencuentro se transmitió como un eco
obstinado.
Y Colombia siguió creciendo.
En 1983 el país tenía unos veintisiete millones de habitantes y hoy son algo más más de
cincuenta y tres millones. Sin embargo, la membresía Masónica se redujo a una tercera
parte. La Orden, que durante buena parte del siglo XX fue referente de civismo
y pensamiento ilustrado, perdió presencia y voz en la vida nacional. Esa
paradoja, más colombianos y menos Masones, revela el desgaste profundo que el
cisma dejó tras de sí. Una fraternidad que buscaba construir ciudadanía terminó
viéndose como una república dividida, enredada en sus propias distancias
internas.
Y, sin embargo, con el paso del tiempo,
nuevas columnas comenzaron a levantarse en silencio. En Bogotá, Cali, Medellín,
Barranquilla, Pereira, Manizales y otras ciudades, aparecieron Logias mixtas y
progresistas que entendieron que la igualdad y la justicia no son temas
profanos, sino el corazón mismo del trabajo iniciático. Allí, Masones y Masonas
trabajan hombro a hombro recordando que la fraternidad no tiene género y que la
libertad de conciencia es la primera piedra de todo templo. Estas Logias, en su
diversidad, han devuelto al paisaje Masónico colombiano un aire de esperanza
que contrasta con una Masonería masculina que utiliza la presencia de las
Masonas como un motivo más para la división.
Es una apertura que coincidió con el
ascenso de las mujeres en la vida pública, con los nuevos lenguajes de la
diversidad y con una ciudadanía que aprendía a hablar de inclusión. Es una
forma de renacer la acacia, y con ella, una generación de Masones más jóvenes,
menos dogmáticos y más conscientes del valor de la palabra. Son talleres en donde
se conversa con libertad, en donde se estudian las ciencias sociales y en donde
el símbolo recupera su sentido constructivo, y no mágico.
Hoy por hoy, el trabajo iniciático, no
siempre fácil, de los actuales dirigentes y Masones de a pie requiere pausa, sensatez,
autocrítica y humildad frente a la responsabilidad. El desafío de esta época es
desarmar los muros del pasado y resistir las tentaciones del presente. La
Masonería colombiana tiene la oportunidad de revitalizarse si logra unir la
memoria con la conciencia, la tradición con la crítica y la discreción con la
palabra responsable.
Después de haber visto más de lo que
hubiera querido ver, creo que llegó el momento de hablarle con el corazón a
quienes vienen detrás. Cuarenta y dos años después de aquella implosión que desgarró
a la fraternidad, lo que queda es volver a encender la luz, volver a entender
que la fraternidad se construye con valentía, con las manos, con la palabra y
con el ejemplo, y asumir de una vez por todas que ya es hora de tratarnos como
Hermanos.
Porque si algo he aprendido después de tanto tiempo es que ningún Grado, ningún cargo y ninguna Logia valen más que un abrazo fraternal sincero. Al fin y al cabo, desde las Constituciones de Anderson de 1723, los Masones están obligados a ser hombres de honor y probidad, sean cuales fueren las diferencias que entre ellos existan


7 comentarios:
Excelente. Serán capaces los masones colombianos de dar un paso en ese sentido?
Muy buena reflexion
Abrazó Fraternal.
El renacer de la acacia; ojalá sea cuidado y abonado para que sea fuerte, bella y nos cobije el pensamiento que nos acerca a la sabiduría.
Ojalá estas esperanzadoras palabras puedan cuajar en lo profundo de los corazones de los HH:. Para a callar un poco los remanentes de paranoia y/o mala malas intenciones en algunos talleres
La existencia y el reconocimiento de Orientes Masculinos, Femeninos y Mixtos en la Masonería, deben tener la misma aceptación y el mismo respeto de libertad, igualdad y fraternidad. Ninguna Orden es mejor que otras, si es que se está hablando del concepto universal de libertad.
La existencia y el reconocimiento de Orientes Masculinos, Femeninos y Mixtos en la Masonería, deben tener la misma aceptación y el mismo respeto de libertad, igualdad y fraternidad. Ninguna Orden es mejor que otras, si es que se está hablando del concepto universal de libertad.
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