Iván Herrera Michel
A partir del siglo V, al tiempo que colapsaba el imperio romano, se pone de moda entre los jóvenes cultos de familias patricias el instalarse lejos de las ciudades formando pequeños grupos dedicados a la oración y al estudio: son los monajos –monjes– que durante los siglos VI, VII y VIII florecerán en toda la cuenca mediterránea, sobre todo en la occidental. La intención principal era alejarse del bullicio citadino y la corrupción de los jerarcas de la iglesia Católica romana.
Uno de estos monjes es Benito, proveniente de una familia distinguida de la ciudad de Nursia, en Italia central, quien después de fundar doce monasterios a principios del siglo VI en la ciudad de Subiaco, cerca de Roma, se retiró a las ruinas de una antigua edificación, situada en una colina desde la que se domina la ciudad italiana de Cassino, al noroeste de Nápoles, que había servido de residencia a Nerón y de Templo a Apolo, para fundar en el año 529 un monasterio denominado, precisamente por su ubicación, de Montecassino, el cual llegaría a constituirse en el más importante de Europa occidental durante varios siglos.
Una leyenda cuenta que durante su construcción se dieron varios signos sobrenaturales, como por ejemplo, que varios monjes no podían mover una piedra que se encontraba en la cima por más esfuerzos que hicieran. Llegó San Benito, rezó, y la piedra perdió su inmenso peso. “Era el Maligno, aunque ellos no lo vieran” cuenta San Gregorio Magno.
Pronto aumentaron los seguidores de Benito y, dado que las comunidades se componían siempre de un pequeño número de miembros, no tardaron en crearse otros centros de retiro. A Benito de Nursia se le considera el fundador del Monacato en Occidente, por lo que fue posteriormente canonizado por la iglesia Católica.
Con el fin de mantener la unidad entre las diferentes comunidades, surgidas todas de un mismo tronco común, Benito elaboró una serie de normas que constituyeron las reglas de la Orden y que tendrían una importancia decisiva en la actitud de los monjes y de los centros monacales durante la Edad Media. Benito le daba una importancia fundamental al libro, a la lectura y a la copia y conservación de manuscritos: ordenaba en forma detallada las horas que debían dedicarse al estudio y a la lectura, y cómo se organizaría el trabajo en los monasterios para poder satisfacer la demanda constante de manuscritos.
La inclinación decidida y enérgica al trabajo llevó a estos monjes a incursionar en los oficios más diversos. Uno de ellos fue el de la construcción, retomando a partir del siglo IX la calidad de centros constructores que habían quedado huérfanos con la desaparición de los Magistri Comacini.
Su mayor período de esplendor se dio en la Edad Media, de tal forma que para el siglo XIV el aporte de la Orden Benedictina a la historia de Europa occidental era 24 papas, 200 cardenales, 7.000 arzobispos, 15.000 obispos, 1.560 santos canonizados y 5.000 beatos, y, en el plano secular, 20 emperadores, 10 emperatrices, 47 reyes y 50 reinas. Todo un récord de poder y riqueza jamás superado.
Al principio, los monjes Benedictinos se aplicaron a la tarea de construir acequias, acueductos, murallas de contención y pequeñas obras civiles en los pueblos cercanos a sus monasterios, pero con el tiempo, y a medida que fueron adquiriendo riquezas e influencia, fueron pasando a la elevación de edificios mayores hasta concentrarse en la construcción de iglesias, catedrales, etc., en un estilo que por lo cercano que se encontraban a Roma se llamó Románico, y que tuvo su mayor auge en los siglos IX a XII.
Luego vendrían los monjes de Cluny, Cistercienses, etc. Este impulso constructor cambiaría la faz de Europa. Primero con el estilo Románico, y después con el Gótico.
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